Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 53)

Una calle de La Haya a comienzos del siglo XX.

Una calle de La Haya a comienzos del siglo XX.

Llegó el día del juicio, que estaba señalado para las doce de la mañana. Angustiado don Rafael por la falta de noticias de la carta de la embajada con la copia testimoniada del decreto nombrando a Jacobo marqués de Fuentes, decidió que su pasante fuera al servicio de Correos y Telégrafos para comprobar si había llegado la carta.

–No se te ocurra –le advirtió– llegar al juzgado sin ella. Si tienes que obligar al funcionario a que repase la correspondencia del último mes, hazlo. Si lo ves remolón, presiónale, coacciónale… si hace falta amenázale, pero no aparezcas sin ese certificado.

Entretanto, él iba dándole vueltas a su prueba secreta: “Nos lo vamos a tener que jugar todo a esa única carta –se decía–… Espero que llegue, aunque sea en el último momento. Estamos muy justos de tiempo. Sin retraso, el tren llega a las doce, la misma hora del juicio”.

Cuando apareció en el juzgado ya estaba allí Jacobo, que acababa de volver esa misma mañana muy temprano de un viaje a Holanda.

Tres días después de que se celebrara la vista en la que el juez decretó su libertad y fijó día para el juicio, Jacobo recibió una llamada del distribuidor de su brandy en Inglaterra. El único motivo era preguntarle si era cierta la noticia que alguien había ido diseminando entre todos sus distribuidores de que se encontraba sometido a un juicio criminal y que todos los indicios apuntaban a que lo condenarían a pena de cárcel.

Cuando el distribuidor de Filipinas le llamó transmitiéndole idéntica preocupación, decidió reunir en La Haya a todos sus proveedores de Europa, América y Asia y explicarles que todo era un engaño urdido por unos enemigos.

El día señalado comparecieron en el salón reservado para el encuentro todos los distribuidores de la bodega en estos continentes. Jacobo respiró aliviado. Había preparado minuciosamente la reunión y empezó sus explicaciones. Nada más mencionar al conde de Henestrosa sintió que sus oyentes se tranquilizaban: todos ellos sabían que era capaz de cualquier maldad para minar el prestigio de un competidor. Con tal de arruinar a otro, era capaz de escupir la nobleza de su sangre, como se escupe un hueso de aceituna.

El resultado de la reunión fue inmejorable. Todos le ratificaron su confianza en que saldría con bien de aquel asunto.

Don Rafael se fijó en que la cara de su cliente reflejaba cansancio. No le gustó.

Jacobo se dirigió a su abogado con tono angustiado:

–¿Se sabe algo de la carta de la embajada? Me hubiera gustado entrevistarme con el embajador en Madrid, pero no hubiera llegado a tiempo al juicio.

–Mi pasante está ahora mismo en Correos –respondió don Rafael–. Le he dicho que no venga sin ella. Es un joven muy resolutivo y estoy seguro de que no volverá con las manos vacías.

En ese momento se oyó la voz del agente judicial:

–Audiencia pública. Los testigos de esta causa no pueden pasar.

Al dirigirse a la sala Jacobo y don Rafael advirtieron que, en un banco del pasillo, se encontraban el marqués, el conde y su hijo, y el sargento, mirándolo con sonrisa de anaconda.

En el otro banco esperaban el notario y el director del hotel.

El juicio comenzó alegando don Rafael que no sería legal dictar sentencia sin que hubiera llegado el certificado que solicitó a la embajada, que debía de haberse extraviado en Correos porque el propio embajador había confirmado la salida. Presentó como prueba el telegrama que le había remitido el barón von Poznamslic.

El juez dijo que resolvería al final del juicio y que entretanto se interrogaría a los testigos.

Fueron pasando en idéntico orden que en la vista anterior y las partes acusadoras los interrogaron haciéndoles las mismas preguntas… que ellos respondieron con iguales respuestas.

Cuando correspondió el turno a don Rafael, empezó a hacer preguntas y más preguntas a cada testigo. La mayoría nada tenían que ver con el pleito y el juez las iba declarando impertinentes. A cada declaración de improcedencia, el letrado formulaba protesta haciendo largas consideraciones, que el juez rechazaba visiblemente enfadado.

Los testimonios se iban sucediendo y don Rafael no dejaba de mirar su reloj de bolsillo. Estaban a punto de saltársele las lágrimas, de la impotencia que sentía.

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