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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 62)

Interior de una prisión del siglo XIX.

Interior de una prisión del siglo XIX.

El día de la cita Jacobo se presentó en la prisión. Le trasladaron por corredores y galerías hasta una luminosa habitación con dos sillas bien tapizadas y, aparentemente, muy mullidas. Las dos camas se veían limpias y la manta de buen paño. “Está infinitamente mejor que el calabozo en el que me metieron a mí”, se dijo.

Unos minutos después se oyó un ruido metálico y apareció el marqués conducido por un funcionario.

Estaba muy demacrado. Tenía la piel amarillenta y opaca, y un brillo apagado en los ojos. Jacobo se levantó, pero como vio que el marqués no le tendía la mano, tampoco él lo hizo.

Una vez que el preso se sentó en una silla, lo hizo Jacobo en la otra.

Después de unos segundos de silencio, el marqués lo miró a los ojos y dijo:

–¿Se preguntará usted para qué le he pedido que venga a verme, verdad?

–Pues lo cierto es que sí.

–No crea que quiero pedirle nada, sino decirle las palabras que llevo mucho tiempo meditando.

–Pues suéltelas.

–Lo primero que quiero decirle es que me han diagnosticado una enfermedad en el hígado y los médicos no me dan más allá de tres meses de vida.

Jacobo se quedó sorprendido. Iba a decir “lo siento”, pero ni le salió ni creyó que el marqués lo considerara más que una respuesta protocolaria, y nada más impropio en una prisión que el protocolo social.

–Lo que quiero decirle es lo siguiente: seguro que porque usted ocupa el sillón de mi despacho y mi mesa y se pasea como dueño por mis bodegas y mis viñas cree que me ha vencido, que ha vencido al marqués de San Juan de Aliaga, el amo de su padre mientras trabajó conmigo hasta que lo eché a la calle como un perro. Pues bien, sepa usted que no me ha vencido a mí, sino que he sido yo quien lo ha derrotado a usted. Nadie puede presumir de victoria si ha perdido el corazón en la batalla y usted ha perdido, no uno, sino dos corazones: el suyo y el de mi hija, a la que usted ha amado siempre, pero que jamás conseguirá hacer suya porque yo decidí que fuera de otro. Ya sabe usted que hace unos meses tuvo un hijo. Desde que lo supe no pensé en otra cosa sino en decirle lo que le estoy diciendo. Ese niño, mi nieto, es mi victoria definitiva. En nuestra guerra, yo gano y usted pierde.

Jacobo oía estas palabras sin dar la impresión de estar afectado por el odio y el resentimiento que trasminaban.

–Marqués –contestó–, nunca he tenido nuestra relación como una guerra, por lo que no puedo considerarme vencido. Quien sí le ha vencido a usted es el rencor, que…

–Se equivoca –le interrumpió el marqués–, yo no siento rencor hacia usted. Ya no. Después de decirle lo que le he dicho, mi odio hacia usted ha desaparecido para siempre y moriré en paz.

Jacobo se levantó. Antes de salir se volvió y le dijo:

–Se equivoca, marqués. Conociéndolo como lo conozco sé que usted morirá lleno de rencor hacia mí… De rencor y de rabia.Un funcionario cerró la puerta y Jacobo se marchó de la prisión.

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