Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes. Capítulo 63 (Fin)

Un abuelo y su hijo.

Un abuelo y su hijo. / Alberto Solís

Esa mañana el marqués de San Juan de Aliaga se despertó contento. Se sentía como si no estuviera en prisión, como si no fuera a morirse pronto.

Llevaba ya tiempo en aquel presidio y, si bien no podría decirse que hubiera asumido la vida carcelaria, sí, al menos, se había adaptado a ella.

También es cierto que, desde su ingreso en el presidio, disfrutaba de privilegios vedados a otros reclusos. Nada más llegar, el conde y él fueron conducidos al despacho del alcalde del presidio, que así lo había ordenado.

Al entrar en la habitación el alcalde se levantó para recibirlos. Era un hombre bajito y delgado. Se dirigió a ellos estirando el cuello hacia arriba como para parecer más alto y presentarse así con la dignidad que correspondía a su cargo.

Los trató con una amabilidad que no podían haber imaginado, haciéndoles muchos cumplimientos e interesándose vivamente por su estado de ánimo, lo que hizo que el conde aprovechara la entrada en el despacho de un guardia, quien le presentó un documento urgente para su firma, para decir en un susurro al marqués: “Que cómo estamos de ánimo… Este tío es un imbécil. ¿Y ese modo de tratarnos a los dos, que a fin de cuentas somos sus presos? Seguro que está deseando contar a su mujer y a sus amigos que tiene trato íntimo con nosotros. Nos vendrá bien”.

No se equivocó el conde pues el alcalde les concedió privilegios inimaginables, como comer con él cada día; salir al patio en horas distintas al resto de los reclusos; compartir ambos una sola celda y, sobre todo, poder asearse en las dependencias de los funcionarios. Además de ello, tenían libertad en el régimen de visitas (que celebraban en una pieza contigua al despacho del alcalde, y no en el patio como los demás presos) y eran atendidos por el barbero de la prisión cuando lo demandaban.

En un principio, el sargento de la Guardia Municipal trató de sumarse a ellos buscando disfrutar de los mismos privilegios. Con ese fin les hizo un par de visitas en su celda, pero a la tercera ambos lo despidieron sin miramiento alguno.

–Nos han condenado a los tres por un mismo delito –le dijo el conde en tono muy seco–, pero eso no significa que los tres seamos colegas ni amigos. Tú nos hiciste un favor, pero yo ya te lo pagué con las perdices de ‘El Retamal’. No vuelvas a molestarnos.

Al sargento se le subieron los colores a la cara, de indignación, pero se dio media vuelta y jamás volvió a dirigirles la palabra. Pensó en denunciar el trato de favor que recibían, pero enseguida lo desechó. Primero, porque su condena era muy larga y el alcalde podía hacer que se le hiciera todavía más; y después, porque él también tenía algún privilegio del que no podía permitirse prescindir, como la salida al patio solo, que le había concedido el alcalde con el fin de evitar que antiguos encarcelados por él pudieran tomar represalias.

La razón de la alegría del marqués ese día no estaba, sin embargo, en esa paz interior que lo llenaba desde que mantuvo la charla con aquel advenedizo que se había quedado con todo su patrimonio… Con todo, menos con lo que más deseaba. Se sentía feliz porque iba a conocer a su primer nieto, el hijo de Mencía, que ya había cumplido un año.

El trato de ella hacia él había cambiado mucho desde que conoció el comportamiento que había tenido con su profesor de música y, sobre todo, desde que supo que tenía un hermano fruto de una relación ilegítima. “Las mujeres –se decía– no comprenden las cosas de los hombres”.

Para el marqués Mencía era una mujer y, además, sin experiencia de la vida, por eso no comprendía que en la relación de un señor con sus asalariados no cabe el agradecimiento, ya que el salario paga todas las penalidades del trabajo (“Incluidas las broncas del amo”, decía a sus amigos, riéndose). Y menos aún podía entender que un anillo conyugal no calma el deseo. “Por eso me busqué a la Manuela”, reflexionaba tratando de exculparse a sí mismo de un pecado del que se había confesado cientos de veces con don Ubaldo, aunque –tenía que reconocerlo– sin propósito de enmienda.“Dios te dio el poder que tienes no para que gobernaras la vida de otros, sino la tuya. Vence a tu lujuria”, le repetía el sacerdote en cada confesión.

En ese hijo ilegítimo; en el tiempo de embarazo y, sobre todo, en lo que ata un niño a una madre que lo amamanta, justificaba el marqués que su hija no hubiera ido a visitarlo ni un solo día de los muchos que llevaba ya en prisión.

Se acicaló y se vistió con su mejor traje. Cuando vio aparecer a un funcionario diciendo “Al locutorio”, ya estaba preparado.

Entró y se acercó a Mencía para besarla, pero no sintió los labios de ella en la cara, sino el simple roce de su piel. Un mero amago de beso.

Sintió una leve desazón, pero se dijo que no era el momento de preocuparse por la actitud de su hija, sino de conocer a su nieto.

Levantó la colcha de fino hilo del moisés. Cogió al niño y lo alzó en brazos:

–Felicidad al decimocuarto Marqués de San Juan de Aliaga –dijo, repitiendo las palabras de su padre aunque cambiando el ordinal– la primera vez que lo tuvo a él en brazos, que eran las mismas que los de su sangre repetían desde hacía siglos al recibir por primera vez a sus primogénitos.

Alzó la toquilla que le tapaba la cabeza y miró fijamente al niño. Tenía los ojos de un raro azul índigo; la pequeña nariz apuntaba una ligera curva; su boca era grande y de labios carnosos. “Tendrá la nariz de los San Juan de Aliaga”, se dijo sonriendo Tocó la barbilla del niño y él sonrió.

El marqués de San Juan de Aliaga sintió una honda punzada en el pecho cuando vio que a su nieto se le había formado un hoyuelo mínimo en cada mejilla.

Pero ya se sabe que la alegría de un niño tiembla en el aire de un jazmín, y aquel que el marqués sostenía en brazos pasó de pronto, solo por rozar la barba de su abuelo, a la carcajada. Y sonó su risa prolongada, cadenciosa, ondulante, como la superficie de un estanque en el que cae una piedrecita. Era una risa como de campanilla.

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