Agelastas

Quousque tandem

06 de octubre 2025 - 03:06

Quizá recuerden a fray Jorge de Burgos, el anciano monje ciego con muy malas pulgas y Moriarty con cogulla del holmesiano Guillermo de Baskerville, con quien confronta en El nombre de la rosa. Un catastrofista nato que, como los profetas del Antiguo Testamento, anuncia cataclismos inminentes cada que vez que aparece en escena. Áspero, huraño y desabrido, abomina de la risa y la sonrisa a las que denomina muecas diabólicas. Rabelais los definió en su Gargantúa y Pantagruel con un eufónico neologismo tomado del griego: Agelasta. Lástima que no lo recoja el Diccionario, aunque el padre Feijoo ya usara agelasto en el XVIII. Sería muy útil ante tanto ofendidito, pielfinista y sufridor que, como delicadas damiselas decimonónicas, ven odio y xenofobia hasta si alguien dice que no le gustan los macarrones.

El agelasta –miren a su alrededor y vean los telediarios– no sonríe, carece de jovialidad y sentido del humor. Sufre con la alegría del resto; reprueba el regocijo y además intenta, elevado en la tosca peana que se ha erigido acumulando prejuicios, intolerancias, seguridades ideológicas y dogmas políticos, monopolizar lo que cree verdades absolutas, sólo porque es incapaz de escuchar las razones del otro. Desfilan, prietas las filas, exigiendo adhesión inquebrantable. Esa cerrazón intelectual que aborrece cualquier argumento que no se encorsete estrictamente en sus prejuicios es, junto al pánico a la posibilidad de estar equivocado, la raíz más profunda del burdo maniqueísmo y la polarización social y política que sufrimos en estos tiempos en los que el ejercicio de la Libertad es para algunos un vicio y no la virtud que siempre fue.

No hay humor –finísimo consuelo de lo que somos– en el chiste tabernario, ni en la ridiculización cruel, ni en el recurso rastrero al argumento ad hominen, ni en la carcajada sardónica y falsa, tan usual en esos políticos carentes de talla intelectual, moral y humana que deambulan por los centros de poder en los que, insensatamente, los aposentamos.

Nos rodean hordas de agelastas persuadidos de que no hay más verdad que la suya, mejor gestión que la propia, ni líder como al que siguen. Olvidan que el ser humano se convierte, en individuo y políticamente en ciudadano, cuando abandona las certezas de la verdad y se cuestiona sobre la realidad que le rodea. Los tiranos no entienden las bromas; y como escribió Jardiel Poncela, los salvajes no saben reírse.

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