Cuarto de muestras
Carmen Oteo
Medallas de oro
Puede que la raíz del asunto, que hoy va a distraer nuestras preocupaciones por escasos y endebles minutos, sea ese que llamamos «instinto de conservación», no lo sé. Lo cierto es que, cuando nos falta, cuando perdemos eso de lo que vamos a contar, se nos va con él parte del necesario equilibrio para sentirnos razonablemente bien.
Nos van a ocupar, hoy, tres de los ámbitos, presentados de menor a mayor trascendencia, en los que esta carencia, de la que enseguida hablaremos, muestra la importante, desquiciada, o vital dependencia que de ella padecemos, al parecer, y según me enseña la experiencia que a duras penas he ido acumulando, de modo inexorable, tal vez incluso forzoso e inapelable, a cuenta y en razón del profundo vacío que la conciencia de nuestra fragilidad imprime en la actitud con la que enfrentamos, o nos defendemos, de la vida, tampoco lo sé.
El primer escenario en el que, la falta de control -esta es hoy la cuestión-, muestra sus afilados y amenazadores dientes a la estabilidad que siempre, y todos, ansiamos, diremos que es el que atañe al trabajo, al desempeño con el que cada uno busca aumentar su hacienda para mejor vivir.
Perder la posición dominante respecto a aquello que necesitamos para conseguir lo que perseguimos, algo que nos permita decidir sobre lo que pueda suponer un logro en el incremento de los devengos que nos mantienen, o en el fortalecimiento de nuestro patrimonio, acostumbra a llevar aparejado, además del comprensible mal humor, una decepción que suele arrastrar hasta la frustración, que ésta sea más o menos profunda dependerá de la fortaleza de carácter del afectado, en primerísimo lugar, y de la relevancia del revés sufrido, en segunda posición.
Es, podríamos decirlo así, el pan nuestro de cada día, pero no lo que ahora más nos inquieta.
Mucho más inquietante, serio y hasta grave, supone perder el control en una relación sentimental, es harina de otro costal. Con «perder el control» nos referimos a dejar de estar en la situación, aceptada por los dos implicados, en la que nos encontrábamos, hasta ese momento satisfactoria para ambos. Los dos se acomodan, en el buen sentido -nada que ver con la inercia a la que conduce la rutina-. Se aman, imaginan futuros compartidos, sueñan noches de ensueño, acarician sueños de fantasía y fantasean con imaginaciones soñadas: todo va bien, incluso mejor que bien. El control de la relación se ejerce por los dos implicados, no importa ahora si el de uno es mayor o menor que el del otro. Ambos se sienten a gusto, colmados con la situación que viven.
Pero surge algo, o alguien, que altera el equilibrio buscado, y encontrado, por los que, hasta entonces, felices se amaban. Uno se siente limitado, desilusionado, y hasta aprisionado; otro se sabe desconsoladamente sorprendido, desengañado, dolido. La angustia de su impotencia por enderezar lo que está sintiendo deshacerse, la certeza de no tener control suficiente sobre los tristes augurios que asoman al despertar cada uno de sus días, lo hunden en la negra decepción que, en la oscuridad de la noche en la que se apaga su espíritu, lo empujan al callejón sin salida de la depresión.
Y por último, lo corruptible de nuestra condición. Si los hados, la mala fortuna, o la circunstancia desgraciada, nos hacen caer en el abismo sin fondo que da muerte a la vida, quien lo padece, enloquece. Ver la vida marchar, sentir el aliento frío de la muerte próxima, obligarse a tejer recuerdos para diluir penas, intuir el inevitable adiós cuando ansiamos el hola permanente y repetido, puede, sí, hacernos enloquecer. Pero son estos, de la muerte y la vida, asuntos más de dioses que de frágiles humanos. Los designios bajo los que se conducen anduvieron siempre por veredas muy lejanas de aquellas por las que nosotros sabemos caminar, muy al envés de lo que podemos o no podemos controlar.
Con la evidencia del distingo en la importancia de cada una de las tres referidas circunstancias, diremos que nunca es lo mismo descontrol que la falta de control. El primero: desgobierno y entropía, desorden y anarquía; carencia de recursos, el otro, y falta de medios, y ausencia de posibilidades. El uno entorpece, destierra la lógica, abdica la razón; el segundo desoye la paciencia, presagia una ansiedad desbocada, alienta el vacío intuido próximo a asomar, y hasta infunde crudo y recio temor por una ausencia antes impensable, inevitable ahora.
Si en una ensoñada fantasía nos dieran a elegir, sin dudar escogeríamos el desorden caótico y confuso que supone el descontrol, a la incontenible angustia que va de la mano de la pérdida de control.
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