Notas al margen
David Fernández
Del cinismo de Sánchez a la torpeza de Feijóo
LA mayor virtud de un gobernante es no saber absolutamente nada, ni leer ni escribir, si fuera posible en estos tiempos de falsas ilustraciones, que saber algunas cosas sueltas. En el primer caso actuará por intuición, por sentido común o, si lo tiene, por talento natural; en el segundo, aplicará en su gobierno las cuatro cosas que sabe como si conformaran la sabiduría suma. Para una percepción umbilical es la sabiduría suma, lo mismo que para los antiguos habitantes de la isla de Pascua la única tierra existente era la isla. La bondad también cuenta como inclinación natural, es decir, el deseo de bien común, pero sobre esto habría mucho que discutir porque igualmente es natural la acepción de personas: favorecer a los allegados y partidarios antes que a los demás.
La democracia ha terminado con la posibilidad de buenos gobernantes, libres e independientes en sus decisiones. No es que la democracia sea mala, que no lo es en teoría, sino que no da gobernantes libres que crean en la libertad, en los grados de libertad posibles que están obligados a defender y a procurar para sus gobernados. Se deben a sus partidos y a sus partidarios y el fin de sus gobiernos es obtener y no perder el poder. En realidad no creen en la democracia, sino en pactos entre la clase política aceptados por los votantes de mal o buen grado, y en convencionalismos teatrales que disimulamos creer para que la representación funcione. Más que alta comedia parece farsa: en un fin de semana, tres o cuatro personas se reúnen a escondidas para designar al candidato de su partido que podemos, a nuestra vez, elegir libremente. Bien, así deberá ser; pero no piensen que todos somos tontos y no lo sabemos.
Las dos grandes promesas de la democracia, libertad e igualdad, ya sabemos que son mitos y, además, contradictorios: la una impide la otra. En las mentes particulares, previamente educadas, somos capaces de lograr una gran libertad. En la igualdad no hay que pensar, solo creen en ella las mentes inferiores. La democracia tampoco es la causa del bienestar, sino la economía, y esta, como es sabido, se desarrolla en cualquier régimen político. Visto lo cual, habría que pensar si en una sociedad estamental y jerárquica, a imitación de la naturaleza humana, no habría gobernantes más justos, como en los tiempos de los príncipes sabios. Sería cuestión de repasar libros de historia de épocas anteriores a la Revolución Francesa y sacar conclusiones aleccionadoras.
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