Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La vía es (por ahora) andaluza
AUNQUE los cuatro evangelistas afirman que Cristo fue crucificado entre dos malhechores, sólo Lucas (23, 39-43) relata la escena del buen ladrón, aquel que, a diferencia del malo, fue capaz de reconocer la grandeza de Dios en el Jesús roto que agonizaba a su lado. La tradición de los apócrifos pondría después nombre a ambos desventurados: Dimas y Gestas. Encierra el relato la confrontación de las dos actitudes universales ante el momento postrero. Es Gestas paradigma de esa coherencia tan humana y tan infértil que no duda en extremar la ceguera. Aun en la cruz, se burla de Cristo y, dando ya por perdida la batalla, cierra su alma, literalmente desesperada, a cualquier hilo de luz. Hay, con todo, quien alaba su equivocada fortaleza: Saramago le llama "rectísimo hombre" de conciencia inconmovible; Hesse ensalza su carácter y celebra su valentía a dos pasos de la tumba. Juicios falaces, entiendo, nacidos más del interés de un modelo que colabora con sus causas que de la reflexión serena sobre la trascendencia individual, personalísima e incompartible del instante.
Para valor, el de Dimas: además de reconvenir la increíble osadía del mal voluntariamente irredimible, vuelve su rostro al Justo, acierta a confesarse desnudo, se sabe en el lugar merecido, acata la justicia terrenal e, incluso así, sorprendentemente pide lo impedible: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino". No hay fundamento alguno de este mundo para lo que solicita. La gracia que demanda, por ilógica y desproporcionada, desbarata la presunta sensatez de nuestros esquemas. Y sin embargo, contra toda racional simetría, le es concedida al punto: "Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso".
Resta siempre, pues, una esquina de salvación. Por fortuna, la justicia de Dios no es como la de los hombres. No hay peripecia, por oscura e infame que sea, a la que se le niegue, si al fin contrita, un desenlace luminoso.
Es Dimas un pilar de esperanza que alivia el peso de tantas traiciones. Todavía es posible, la misericordia de un Dios de paciencia infinita aguarda sin desmayo. Mirar y mirarse, descubrir y sentir el dolor de las heridas provocadas por el propio absurdo y, tras ello, entregarse a la inexplicable ternura del Altísimo. No hay otra condición: basta con ésa que Dimas cumplió al límite y que para todos, ladrones al cabo, permanece, tan crucial pero tan simple, permanentemente al alcance y abierta.
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