Marco Antonio Velo
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La ventana de mi oficina ofrece una vista agradable a la vida de una parte del centro de Jerez. Desde aquí puedo ver lo concurrido de “La Manzanilla” a ciertas horas y el rótulo de la calle “Vera Cruz”, llamada así por el convento que en tiempos se encontraba ubicado en esta zona. También puedo escuchar la algarabía de grupos escolares que en estos días de Adviento, vienen caminando hasta el centro para realizar alguna visita o actividad cultural, propias de estas fechas. Cuando cae la tarde, el alumbrado navideño presente en la calle Santa María hace que esta vista sea aún más especial.
Pero desde mi ventana, hay un enclave que tiene un encanto muy particular. Es la esquina de calle Cerrón con la mencionada calle Vera Cruz, donde se ubica la icónica cabeza de león de “Correos”. ¡Cuántas alegrías, tristezas, ilusiones y decepciones habrán “engullido” esas fauces a lo largo de tantas décadas!
Las nuevas tecnologías y formas de comunicación han ido reemplazando a la correspondencia tradicional. Pero aún hay románticos irreductibles que siguen optando por escribir cartas de su puño y letra. Por esta razón - y por tantas historias que habrán pasado por este buzón a lo largo del tiempo - este lugar tiene para mí algo de emotivo y sentimental. Y también, de esperanza.
La esperanza de tantos niños que confían en que sus deseos sean atendidos por los Reyes Magos. La esperanza de quien aguarda que la carta que escribe al familiar o ser querido que está lejos, llegue a su destino y sea correspondida. La esperanza de que a través de esas letras viajeras, un amor sea correspondido, un error pueda ser subsanado, un perdón pueda ser aceptado o un dolor pueda ser reparado.
Hace unos días, estando en la oficina, recibí una noticia que me impactó. Fernando Martín Durán había fallecido. Emocionado, busqué con la mirada, a través de mi ventana, la esquina de “Correos”. Y recordé la ocasión en que, para el anuario de la Hermandad de la Defensión, pedí a Fernando una publicación sobre retablos cerámicos devocionales que su Hermandad del Desconsuelo editó sobre la obra del artista jerezano Manuel Castellano. Con premura y muy amablemente, Fernando atendió mi petición. Para entregarme aquel libro, una tarde de marzo nos citamos en la esquina de Correos, ante el célebre buzón.
Evocando nuestro encuentro mientras miraba el citado enclave, empecé a recordar la hermosa personalidad de Fernando. Cuando reparé en que Dios se lo había llevado al comienzo del Adviento, reflexioné sobre la bonita esperanza que Fernando ha supuesto para quienes tuvimos el privilegio de conocerle. Porque Fernando vivió siempre con alegría su condición de cristiano, acudiendo en todo momento al encuentro del prójimo mediante una verdadera “visitación”, como expresó en alguna ocasión el Padre Ignacio Sánchez Galán. Por eso, encontrarse con Fernando era una alegría por la serenidad y la esperanza que transmitía.
Fernando Martín Durán es padre de Fernando y de Ignacio Martín Llamas. El primero de ellos, Fernando, - hoy sacerdote -, fue uno de los primeros chiquillos que integraron una de las realidades que más ha marcado mi vida, pastoral y personalmente hablando: el Grupo joven de la Parroquia de las Nieves.
Integrado por niños que, tras recibir el sacramento de la Confirmación, querían continuar vinculados a algún movimiento que respondiera a sus inquietudes catequéticas, aquellos fueron unos años muy intensos y fructíferos. Porque, más allá de las catequesis, zambombas y verbenas, viajes y peregrinaciones, ese espacio y ese tiempo que compartieron tantos chiquillos, les permitió compartir - en edades cruciales para su desarrollo y madurez -, momentos inolvidables de aprendizaje y de convivencia.
Por su condición de primeros educadores de sus hijos – también en la fe –, por su implicación y por la confianza que depositaron en quienes fuimos sus catequistas, personas como Fernando fueron parte fundamental del éxito de aquel grupo.
Porque Fernando era “una buena persona y un buen cristiano”. Así lo expresó en la Homilía - con paz y serenidad admirables - su hijo Fernando, que ofició su despedida en el templo parroquial de San Mateo acompañado por un buen número de compañeros sacerdotes.
Mientras contemplaba la Inmaculada Concepción del retablo de la iglesia, que sostiene la enseña nacional con su bendita mano izquierda, me emocionó escuchar a Fernando afirmar que su padre había ganado “la verdadera patria, - la del Cielo -, donde no hay tristeza ni muerte”.
Las Penas de la marcha de Antonio Pantión, interpretada a órgano a la salida del féretro, fueron reconfortadas por padres, jóvenes que en su día fueron chiquillos y chiquillas del grupo joven, y catequistas, que en la Plaza de San Mateo despedíamos a Fernando y arropábamos a su familia. Como sucedió hace año y medio, cuando asistimos a la Ordenación Sacerdotal de su hijo Fernando en la Catedral metropolitana de Sevilla. Momentos que muestran la fuerza con que había germinado en nuestros corazones, la semilla que entre todos sembramos años atrás.
A partir de ahora, cada vez que mire esa esquina de “Correos”, recordaré a Fernando entregándome aquel libro sobre retablos cerámicos. Y cada mañana, camino del colegio, cuando mi hija Rosario y yo depositemos nuestro diario “Bendita Sea Tu Pureza” a las Plantas de la Virgen de Loreto - en el azulejo que pintara Manuel Castellano -, seguiré evocando a tantas personas como Fernando. Personas buenas que, dando un sentido milagroso a lo cotidiano, fueron esperanza para el prójimo gracias a su amabilidad, su serenidad, su prudencia, su generosidad y su alegría.
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