Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
La obra de William Butler Yeats ya había interesado en España a poetas tan exigentes como Juan Ramón Jiménez o Luis Cernuda, pero no se conocía más que parcialmente hasta que Antonio Rivero Taravillo tradujo su poesía reunida, de la que sólo quedaron excluidos el teatro en verso y algunos poemas de juventud. Como todo el mundo sabe, el traductor era un viejo amigo de Irlanda que conocía como muy pocos la mitología del país y los arcanos de la lengua gaélica que están en el trasfondo de muchos de los versos de Yeats, pero era también un poeta de probada competencia a la hora de verter al verso castellano la música de la lengua inglesa. Años después, Antonio recrearía su figura y la de su mujer, George Hyde Lees, en su segunda novela, Los fantasmas de Yeats, donde los presenta durante una visita a Sevilla que tuvo lugar tres semanas antes del famoso homenaje a Góngora del que tomaría su nombre la generación del 27. Y aún volvería a tratar del escritor irlandés, aunque no con tanto protagonismo, en otra de sus narraciones ensayísticas, la más reciente 1922’ que le sirvió para convocar, aprovechando el centenario de aquel año prodigioso, las presencias no menos tutelares de Joyce, Eliot y Pound. El prestigio de la poesía contemporánea en lengua inglesa parte en buena medida de Yeats, a la vez innovador y arcaizante, y no extraña que un escritor y traductor como Antonio sintiera una predilección particular por quien fuera una de las más evidentes encarnaciones del poeta total, capaz de abordar la lírica, la épica o la poesía civil, la elegía, la sátira o el drama, la balada popular, la meditación en verso o la revelación mística. Compleja, contradictoria y plural, la obra de Yeats combina el autorretrato del hombre y de su tiempo con el fervor genuino por una tradición milenaria, rastreable en el imaginario –mito, fantasía, folclore– del crepúsculo celta. No habrá habido otro lector no irlandés capaz de sumergirse en las ideaciones del poeta, a menudo oscuras o rayanas en el hermetismo, con tanta familiaridad como su traductor español, que se permitió parodiarlas –el marco culturalista no es incompatible con el humor– en su citada novela sevillana. Poeta de la tierra y también del amor o del misterio, siempre en diálogo con las generaciones pretéritas, Yeats tuvo algo de mago, bardo, oráculo o vidente, pero fue sobre todo –además de un hombre excepcional, como señalara Cernuda– un artista extraordinario.
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