Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
El otro día, cuando ya estaba amenazando lluvia –¡por fin!–, vi a una chica que estaba diciendo adiós a alguien que viajaba en un autobús a punto de reemprender la marcha en una parada. La chica hacía gestos muy ostentosos, moviendo mucho los brazos, como si estuviera despidiendo a alguien que se iba a vivir al otro lado del mundo, pero aquel modesto autobús local estaba en la plaza donde está situado el Parlamento Andaluz y partía hacia un itinerario de lo más rutinario. Y aun así, la chica se quedó moviendo los brazos hasta que el autobús se perdió de vista calle abajo. No pude ver de quién se estaba despidiendo, pero me habría gustado saber –soy curioso, lo sé– si se trataba de su pareja o de un familiar o de una amiga (o amigo). En nuestras calles no es frecuente ver un gesto de afecto como el que protagonizaba aquella chica –no sé si se habrán dado cuenta, pero apenas se puede ver a gente que se bese o que se abrace o que camine acariciándose los hombros o las manos–, y por eso me llamó la atención aquella despedida tan prolongada. Cuando pasé junto a la chica, todavía estaba mirando al autobús que se perdía calle abajo. Y todavía estaba moviendo los brazos. Y sonreía, sonreía. Bendita sea.
Hoy me he acordado de aquella chica. Cualquier comentario sobre la actualidad o sobre la política nacional –tan mezquina, tan ruin, tan rastrera– empalidece frente a aquel gesto de despedir a alguien que se iba en un autobús. ¿Se iría a un largo viaje? ¿O simplemente se trataba de un trayecto corto y la chica volvería a ver a aquella persona al cabo de muy poco tiempo? Daba igual, porque lo único importante era ver con qué afecto y con qué intensidad movía aquella chica los brazos, a la vista de todo el mundo, para decirle adiós a una persona querida. Al lado de aquel gesto, ¿qué se puede decir de las tomaduras de pelo de Puigdemont o de los pagos en metálico que tanto gustan a determinados políticos? ¿Y qué se puede decir de toda la palabrería hueca que inunda nuestra conversación pública? Con el solo gesto de decir adiós, y sin que ella lo supiera, aquella chica los había hecho callar a todos. Nada de lo que decían, nada de lo que gritaban tenía sentido. Y qué fácil es –y al mismo tiempo, qué difícil es y cuánto amor nos exige– destruir la sucia tramoya de nuestra época.
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