
Envío
Rafael Sánchez Saus
Planned Parenthood en la estacada
Descanso dominical
No todas las despedidas te cruzan la cara como una bofetada destemplada, no todas desangran los besos que guardaste para mañana ni dejan malherida la urgencia de sentir lo que a nadie le importa. No todas las despedidas convierten en cemento la suela de tus zapatos, ciegan las ventanas, te amarillean como las revistas viejas que nunca venderá el último puesto del Rastro. No siempre duelen tanto ni te obligan a hacerte un interrogatorio sin piedad por ti mismo. Eso solo ocurre con las más crueles, las que vienen sin remite, las que se empeñan en escarbar en lugares sagrados, las de las coplas de Jorge Manrique. Ese tipo de despedidas. Luego están aquellas que llevan reloj de pulsera, que son de ida y vuelta y se quedan flotando hasta el regreso en el aire de los muelles y de los andenes. Escuecen, pero no duelen. Tienen cura. Son despedidas con puntos suspensivos, con una cuenta atrás a veces lenta pero siempre certera, con un reencuentro en el último capítulo.
Convendría no olvidar en este repertorio las despedidas interminables. Eternas, aunque te vayas a ver por la tarde, protagonizadas normalmente por personas que siempre se enfrentan al momento como como si fuese el último de sus vidas. Esos que estiran el desenlace, te besan otra vez, te abrazan también otra vez y, cuando parece que ahora sí, se acuerdan de aquello tan importante que tenían que contarte. Y vuelta a empezar. Gente que se despide más que un circo malo y que contrasta con esos otros que, incluso si marchan a Australia, ni siquiera vuelven la cara para decir adiós.
En cualquiera de los casos, convendrán conmigo en que una despedida siempre es cuestión de dos. Y ahora que los santos tienen condena y que a cada cerdo le llega su San Martín según el calendario que maneja la Guardia Civil, me vienen a la mente también esas despedidas en las que una de las partes se enroca, se resiste a aceptar la realidad, no quiere ver que es la hora de dejarlo aquí, que se acabó lo que se daba. Tengo la sensación de que es justo lo que nos está pasando hoy día en este país de nuestras entretelas, donde una abrumadora mayoría, después de recomponerse del bochorno, está agitando con fuerza el pañuelo mientras al otro lado hay alguien maquillado de compunción y agarrado al vacío que todavía no parece darse cuenta de que hemos llegado al borde del precipicio, de que, en definitiva, pese a no haber desalojado el despacho, ya está despedido.
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