En tránsito
Eduardo Jordá
Lluvias
Tierra de nadie
No es manía, es que, tal como yo las veo, las cosas se presentan avanzando en sentido contrario, es decir: retrocediendo, a como me las habían presentado ¿Qué quien, de aquella manera me las mostró?, pues todos: los que me educaron, en casa y en la calle, en la escuela, el colegio y en la universidad, la sociedad en la que crecí, los intérpretes de la costumbre heredada, los traductores de la tradición mantenida, casi todos los que se fueron cruzando, deteniendo o atravesando a lo largo de mi vida… ¡Tantos, aunque tan pocos los necesario!
Pues sí, les decía que en lugar de ir subiendo esos peldaños que nos convencieron nos llevarían a lograr lo que perseguimos para alcanzar la felicidad que todos añoramos, se me antoja que, al menos en muchas circunstancias, lo que debiéramos hacer es bajarlos: descender por una escalera que no guarda en lo más alto los valores que nos han querido imbuir como buenos, si no la indolencia que nos permite sobrevivir como mediocres; no llegar a ser la persona que cada uno puede llegar a ser, porque lo es, sino integrase en el rebaño aborregado que sólo sabe ver a través de los ojos del pastor que lo maneja -no cuida: maneja-. Y, así, uno de los dos más importantes de los peldaños de esa imaginaria escalera, es el amor. El otro: la amistad.
Sobre el amor podríamos estar escribiendo hasta que la Parca nos lo impidiese. Pero hoy sólo vamos a compartir algunos aspectos. Puede que les parezcan absurdos unos e irrelevantes otros, aún así, con la confianza que los muchos años compartidos con usted, lector, nos consienten, vamos a seguir adelante con nuestro propósito.
Verán, el amor es imprescindible en nuestras vidas, si de vidas satisfactorias -aunque sea sólo a veces- hablamos. El humano necesita amar, y necesita, también o incluso antes -depende del humano-, ser amado. Y esta, y no otra, es la cuestión.
No podemos ir por la vida en busca de un amor, si no imposible, fuera de las posibilidades de cualquier humano: tanto para ellas como para ellos. El amor es lo que es y es como es, no puede ser más de lo que es ni diferente a como es -nos referimos al amor como universal, pues ya sabemos que amores hay muchos, diferentes y singulares-. Pero esto para nada quiere decir que no sea una absoluta maravilla, el amor, hermoso como él sólo puede ser, romántico, incomparable, fantástico, deseable y, siempre que falta, añorado. Lo que quiere decir, lo que pretendemos decir, es que no es como nos han dicho que iba a ser: no es ni mejor ni peor, ni menos ni más, sólo diferente. Y si así lo aceptásemos, las terribles penas a las que el amor, a veces, nos lleva, no serían tales.
No podemos elegir a quien amar, está fuera de nuestros posibles. Tampoco entra dentro de las facultades que nos adornan escoger a quien nos ame. Si lo primero fuera factible, el amor sería la felicidad asequible que dista mucho de ser; si lo segundo, lo sencillo que está a años luz de ser.
Pero la incomparable sensación del amor, su indescriptible plenitud, nada tienen que ver con las limitaciones a las que, de manera inevitable, lo somete la humana condición que nos determina. La cuestión es que nos adoctrinan, no siempre con mala intención, para esperarlo del modo en que no va a llegar, y, sobre todo, a esperarlo en caminos que el amor no suele usar. De aquí vienen inútiles decepciones, innecesarias frustraciones, evitables penas, sobrantes sufrires, abrumadoras melancolías y hasta terribles y funestos desenlaces.
Desvestir el amor de superfluos ropajes no conlleva ni hacerlo de menos ni robarle romanticismo ni quitarle el encanto que lo viste ni restarle un ápice a su sin igual esencia; sólo implica privarle de lo que le sobra, para que no se nos aparezca como lo que no es, nunca podrá ser y jamás lograremos que sea.
Ya ustedes deciden con cuál de las alternativas quedarse: peldaños -que van a imaginar subir-, o despeldaños -que seguro van a vivir-.
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