Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

El nuevo odio

La estupidez está alcanzando un nivel inimaginable y, en cualquier caso, muy difícil de superar. No habría mucho de lo que extrañarse si es un estúpido quien la comete; cuando no es así, en el caso de que el responsable de la majadera sandez de la que se trate se ampare en la incontestable simpleza de otros para lograr un respaldo popular a determinadas decisiones y actitudes que sabe necias y torpes; entonces, de lo que hablamos es de impudencia y manipulación, de bellaco cinismo, petulancia y desprecio.

Impudencia, por tener la poca vergüenza de tratar de hacer aparecer como proporcionado y coherente lo que es discriminatorio y sin vinculación racional con las pretendidas culpas. Manipulación, al utilizar medias verdades, callar las otras medias, resaltar insignificancias y alterar contextos. Cinismo, del más bajo y repulsivo, al intentar, queriendo aprovechar las miserias de los más desfavorecidos, aparecer como lo que no se es para conseguir propósitos muy diferentes a los que se dicen. Petulancia, por considerarse capaz, sin posible consecuencia alguna, de someter las circunstancias en exclusiva busca del interés propio. Desprecio: al pensarnos estúpidos a los demás, lo suficiente como para aceptar, a pies juntillas incluso, las memeces, gansadas y tropelías por ellos cometidas.

Nos acosan con esa siniestra patraña de la ‘nueva normalidad’, algo -retorcido y macabro- que nadie, salvo ellos quiere. Sólo de pensarlo, siento profundos escalofríos: ‘nueva normalidad…’ ¿Qué es eso? ¿Pero qué es eso de… nueva… normalidad? Me asusta. La normalidad no puede ser ‘nueva’, ¡nunca!, porque dejaría de ser ‘lo normal’ para ser ‘lo novedoso’.

Podría tratarse de una simpleza, otra más en la larga lista de las que salen a diario de las mentes diminutas que nos gobiernan, pero no lo creo. Aunque la mayoría de ellos, de los que nos desgobiernan, no den mucho más de sí, pagan -en exceso- para que se les aconseje, no en el modo de conseguir mejorar las vidas de los que les pagamos, si no en la forma de poder engañarnos sin que se note demasiado. Así que lo de ‘nueva normalidad’ trae, en los bajos, un mensaje subliminal que merece la atención suficiente como para tener que preocuparnos.

Instauran, a bombo de tómbola y platillo de feria, eso que han dado en llamar: ‘delito de odio’. El odio es intrínsicamente malo, como la envidia: el que la padece, lleva su penitencia en el pecado que le consume. Es cierto, hay ocasiones en que no podemos evitar que se apodere de nosotros; tan cierto como que nunca nos conducirá a nada bueno, que no conseguiremos nada de lo que nos ‘promete’, y que sólo tendremos ración extra de angustia, frustración y desasosiego, puede que incluso de arrepentimiento; es lo único que ese sentimiento maldito nos puede ‘regalar’.

‘Delito de odio…’ no estaría mal -aunque no me guste, en absoluto, judicializar los sentimientos-, sí… podría llegar incluso a no estar mal, pero… claro, hay unas imprescindibles premisas, tres al menos, para que así fuese -algo constructivo y positivo para todos-: instituirlo de modo generalizado, sin excepciones -ni para los que odian ni para los odiados-, la primera; de modo leal, no discriminatorio, la segunda; y, sobre todo, de buena fe, la tercera. En el caso que nos ocupa: el de la España de junio de 2020, no se cumple ninguna de ellas, ni una sola, ni de cerca ni de lejos, ni en La Moncloa ni en el Congreso de los Diputados ni en las calles tampoco.

Ellos, los que gobiernan, son los que dicen a quien es delito odiar y a quién no. Si el odiado es de la oposición, lo de ‘delito’ quedará para… mañana, ¡mejor mañana, que hoy ya…! Si los que ‘odian’, según los que mandan, no son de los suyos o de los que pueden servirle de algo a los que mandan; entonces hay que sacar la artillería pesada: investigación urgente y exhaustiva -a pesar de la que está cayendo-, Policía Nacional, Guardia Civil, Fiscalía del Estado… hasta atrapar al presunto ‘odiador’ y darle público y ‘ejemplar’ escarmiento. Pero ¡ay!, si los ‘odiadores’ son de su bancada, de las bandas callejeras de delincuentes republicanos catalanes, de los ‘kale bazofia’ vascongados, de los fascistas ‘antifascistas’, o de los sistematizados acomodados y mercenarios ‘antisistema’, entonces… todo quedará en que sólo se trata de ‘libertad de expresión’.

Igual da que pongan un tenderete en el que se invita a los niños a ‘ejecutar’ con dardos la figura del Jefe del Estado, o que se le prenda fuego públicamente; da igual que pongan la imagen de la cabeza de un líder de la oposición en el centro de una diana con la cruz de la mira entre sus ojos; o que ‘disparen’ sobre fotos de políticos de cualquier partido… que no les sea afín: es… ‘libertad de expresión’. Ahora, si sobre lo que se ‘dispara’ es sobre la fotografía de alguien del Gobierno, del partido que lo soporta, o de cualquiera que le haya prestado sus votos para que puedan sentar sus culos donde los sientan… el ‘asunto’ cambia: estaremos ante un ‘delito de odio’ ¡Cómo no…! La cosa, les digo, se está poniendo mal.

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