Vivían enfrente de mi casa y le daban la vuelta a la metáfora de Frida y Diego. En este caso, ella era la elefanta y él, el palomo. Vinieron, sin que se supiera cómo, del Marruecos francés y se instalaron en una casa pequeña con la fachada pintada en verde claro: ella, María, nacida en Niza y criada en Rabat; él, Joaquín, de origen portugués. Vaya usted a saber dónde se conoció esa extraña pareja en un mundo de colonias y protectorados con poquísimo miedo a la migración. Quizás por aquello de que todo se pega cuando se duerme en el mismo colchón, ella hablaba un español afrancesado con acento portugués y él un portuñol mal pronunciado que costaba trabajo entender. Ella era una mujer enorme, alta y gruesa como un armario de dos puertas, que, en lugar de tetas, tenía odres y, por brazos, perniles de jamón. Llevaba el pelo cano teñido con reflejos azules y vestía con elegancia, luciendo perlas, estolas y bolsos de piel. Él, en cambio, era un hombre ligeramente encorvado y muy delgado, tanto que no podían faltarle los tirantes con tal de que no se le cayera el pantalón. Llevaba siempre un trilby de paja para protegerse del sol y a su mujer la llamaba Maquita, versión breve y cariñosa del nombre de la bella Mariquita.

Joaquín el portugués me tomaba de la mano y me paseaba por las casas de los vecinos con un periódico para ponerme a leer. Andaba orgulloso de ver que yo, tan chica, supiera ya unir las letras y me mostraba a los demás como a un monillo de feria o como a la nieta que le hubiera gustado tener. Yo, a cambio, me pasaba el día en su casa: el sanctasanctórum del exotismo, el oráculo de Delfos del conocimiento, la agencia de viajes de Thomas Cook… Había en ella libros y pequeñas esculturas, manteles con dibujos árabes y grabados que colgaban de las paredes mostrando imágenes de Estambul, de Atenas y de El Cairo. Había una radio enorme con nombres de ciudades que evocaban lugares lejanos y maravillosos: Budapest, Berlín, Madrid, Nueva York, Londres, Oslo o Moscú. Me encantaban las cajas de postales de todos los rincones del mundo, con sus montañas, sus ciudades con avenidas arboladas y sus parques con palacetes; y las cajas de fotos, con señores que usaban levita y adustas señoras con traje largo y sombrilla. Hasta había un aparato misterioso con el que se veían fotos estereoscópicas de los Champs Élyssés.

Se oyó en la calle un día que María había sufrido una congestión. María regresó del hospital con medio cuerpo paralizado y para pasar el resto de su vida sentada en un sillón junto a una de las ventanas que daban a la calle. Aun así, me gustaba pasar las tardes con ella. "Antoñita -me decía-, acércame ese libro" o "búscame un pañuelo" o "vamos a ver fotografías". Todos pensaban que María moriría pronto, pero duró como un traje de pana y se le adelantó Joaquín, el portugués, quizás por la pena o quizás por el cansancio de un pobre palomo solitario que tenía que traer y llevar a su enorme mujer.

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