El balcón
Ignacio Martínez
Sin cordones sanitarios
Tribuna Libre
Porque creo en el valor de las palabras y en el lenguaje como medio de facilitar la comunicación entre los humanos, porque creo en el sentido común y en la inteligencia de las personas, y porque la utilización correcta del lenguaje forma parte de mi formación y actividad profesional, me opongo públicamente a toda pretensión de forzar la lengua con desinencias que no son naturales y bajo el disfraz del lenguaje inclusivo. ¡Ya está bien de demagogia!
Llevamos mucho tiempo soportando en España a analfabetos que van de profesores, a mentirosos compulsivos que se presenten como defensores de la verdad, y a corruptos que se permiten dar lecciones de honestidad. Por si eso fuera poco, ahora también tenemos que escuchar y leer a muchos ignorantes que se erigen en defensores de un lenguaje que denominan “inclusivo” aunque realmente lo sea muy poco, ya que es utilizado más para marcar diferencias -entre los por ellos mismos llamados “géneros binarios y no binarios”- que para incluir a todas las personas bajo un mismo concepto sin mayor problema. En otras palabras, un lenguaje que, aunque se califique como “inclusivo”, es excluyente y muy poco “igualitario”.
He tenido ocasión de ver, hace unos días, el ya famoso vídeo de Irene Montero, ministra y pareja de quien fuera vicepresidente del Gobierno. Reconozco que me produjo vergüenza ajena. Es más, si no lo hubiera visto con mis propios ojos y oído con mis propios oídos –valga el pleonasmo-, habría pensado que se trataba de una broma.
Que Irene Montero diga y repita –encantada además de haberse conocido- que hay partidos que, en Madrid, "no están proponiendo libertad para todos, para todas y para todes", y que como “nos ha costado tanto ser escuchados, escuchadas y escuchades...", "os pido a todos, a todas y a todes que el día 4 de mayo no se quede un solo voto en casa", es algo que no se puede aguantar.
Las palabras, el lenguaje, son fruto de la evolución y libre decisión de los hablantes de la lengua de que se trate. No son ni deben ser objeto de manipulación por quienes buscan, a la mínima oportunidad, imponer sus criterios y opiniones a los demás. El lenguaje y su evolución está basado en la libertad y no en la imposición.
Dice la Real Academia Española (RAE): “Entre las tareas de la Academia relativas al buen uso del español está la de recomendar y desestimar opciones existentes en virtud de su prestigio o su desprestigio entre los hablantes escolarizados. No está, en cambio, la de impulsar, dirigir o frenar cambios lingüísticos de cualquier naturaleza. Es oportuno recordar que los cambios gramaticales o léxicos que han triunfado en la historia de nuestra lengua no han sido dirigidos desde instancias superiores, sino que han surgido espontáneamente entre los hablantes”. Habría sido bueno que Irene Montero, Ministra de Igualdad, hubiera leído este párrafo que acabo de transcribir o saliera más a la calle, como una más, antes de sobreactuar como suele hacer confundiendo a la buena gente con frases ridículas. Más nos valdría que hiciera algo positivo en favor de los españoles desde su privilegiada posición -que buen dinero nos cuesta mantener- en lugar de distraer la atención de los ciudadanos de los asuntos importantes que debieran ocuparla.
La obsesión lingüística para que se utilice la terminación en “e” y el pronombre elle para referirse al sujeto de género neutro y a quienes no se sienten ni hombres ni mujeres es una clara provocación que, en el fondo, transmite –¡oh, paradojas de la vida!- menos igualdad en el propio uso del español que el que resulta de la prosa en el “román paladino en el qual suele el pueblo fablar a su vecino”.
Está claro que la Ministra de Igualdad no se ha leído tampoco –y debería hacerlo- el “Informe de la Real Academia Española sobre el uso del lenguaje inclusivo y cuestiones conexas” aprobado el 16 de enero de 2020 y que, por cierto, incluye un apartado específico acerca de dicho lenguaje y la Constitución Española, solicitado por la vicepresidenta del Gobierno. El varapalo que ésta recibió a su demagógica solicitud, explica su silencio al respecto a partir de entonces.
La Real Academia Española, como institución arraigada en la cultura humanística, se declara totalmente contraria a cualquier tipo de sexismo. Es obvio que el sexismo y la misoginia no son propiedades de la lengua sino malos usos de la misma. Y eso no se corrige modificando la gramática ni con discursos demagógicos sino erradicando prejuicios culturales por medio de la educación.
Desde hace unos años, se viene intentando introducir un cansino desdoblamiento de las expresiones que designan personas, como signo visible de adhesión pública a la causa de la igualdad de hombres y mujeres en la sociedad moderna. Esta obsesión supone tener que escuchar discursos farragosos, repetitivos y aburridos a fuerza de repetir ambos géneros (“amigos y amigas”, “vosotras y vosotros”, “los padres y las madres”, etc.) la mayoría de las veces de forma innecesaria. Así se ha llegado incluso al ridículo “jóvenes y jóvenas” y otras expresiones por el estilo. Sería absurdo pensar que el grupo mayoritario de los hispanohablantes que empleamos el masculino plural en su interpretación inclusiva –que es lo natural y lo que defiende la RAE- no compartimos los objetivos de igualdad de hombres y mujeres o no aspiramos a esos mismos ideales. ¡Hasta ahí podríamos llegar!
Cada cual es muy libre de expresarse como quiera, pero como la RAE no puede desestimar los usos lingüísticos mayoritarios en el mundo hispánico mantiene el criterio de que el masculino es el género no marcado, es decir, el que procede utilizar para referirse no solo a los varones sino también a las mujeres. No se debe olvidar que el masculino genérico responde al principio de economía lingüística que impulsa a los humanos a tratar de lograr la máxima comunicación con el mínimo esfuerzo.
Que cada cual, cada cuala y cada cuale saque sus conclusiones y haga lo que le plazca, pero seguir callando ante tanta estulticia es seguir abonando que haya cada día más y más estúpidos, estúpidas y estúpides.
Es algo que no se puede aguantar.
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