De cómo los gitanos llegaron a Jerez y se quedaron para siempre
BEN, ‘El Egipciano’- contaba Picoco, un gitano viejo del barrio de Santiago que sabía más que Briján- era el patriarca, el capitoste-decía él- de una banda zalamera de titiriteros y de músicos que habían sobrevivido al largo éxodo de su etnia y atravesado medio mundo ayudados de su arte y que después de cruzar, por fin, el último escollo del río Guadalete, se encontraron, nada más y nada menos, que con Xerez de la Frontera, la que sería su tierra prometida.
Aquellos artistas -narraba nuestro calé, que lo mismo contaba chascarrillos que era capaz de recitar la sagrada biblia de memoria y cuando se le iluminaba la memoria- quedaron subyugados de repente y en cuanto contemplaron el color canela de las torres xerezanas y la belleza de sus murallas de filigranas, que rodeaban la mayor parte de aquella ciudad, que parecían “como salidas de un cuento”.
Aquel descubrimiento fue para Ben y su cuadrilla “cómo una ciudad de dulce, un lugar para chuparse los dedos” -decían- y enseguida se acomodaron en una suave colina al noroeste de esa fortificación, en un cerro de tierras blancas que les pareció idóneo para instalar su campamento. Era una oportunidad “de esas de las que no te encuentras más que una vez en la vida” -se dijeron-.
Varios años antes y después de atravesar miles de kilómetros de desiertos y arenas, la tribu de Ben había encontrado un deleitoso bosque que llamaban “alqurnúqales”, unos parajes tan espesos, tan llenos de matojos, ojaranzos, helechos y árboles cubiertos de corchos, que creyeron que se trataba de los “mismísimos campos elíseos”.
Unos bosques que no tenían, ni precio ni desperdicio -creyeron ellos-, porque el agua corría por todas partes, podían casi acariciar los madroños rojos con sus delicadas manos de bailarines, recoger moras negras de las zarzas que crecían “como churros” -según Picoco- y se enredaban entre los arroyos. Casi pisar los conejos, que aparecían por todas partes y que cazaban con facilidad con sus perros podencos, traídos desde Egipto-¡una bicoca, vamos!
Cruzaron después las dehesas de Asidonia, campos cubiertos de suaves lomas con matorrales de lentiscos, donde pastaban centenares de vacas coloradas. Unos prados rebosantes de narcisos, espigas de gamones, margaritas de dientes de león y un sinfín de cardillos y alcachofas silvestres, con caperuzas de color añil.
Pero, en la búsqueda de su particular ‘jardín de las hespérides’, de su ciudad soñada y guiados por el lucero del atardecer, continuaron la senda hasta penetrar ya en la campiña jerezana. Y allí, allí, había trigales a tutiplén que se mecían con los vientos frescos del atardecer y en lugar de manzanas de oro, hallaron verdes viñedos que parecían rendidos por el peso de sus racimos de uvas y “que eran más rubios que el sol”-continuaba nuestro amigo- mientras que bandadas de perdices, gordas y zumbonas, “saltaban temerosas al oír el crujir de las ruedas de sus tartanas”.
Pero, sabe Dios -seguía y seguía hablando nuestro gitano sabijondo y ocurrente- que en su largo caminar, les iban contando que en las tierras que ansiaban descubrir vivían también muchos artistas como ellos, orfebres que estaban construyendo grandes iglesias y casas señoriales con patios y jardines llenos de limoneros y que aunque le llamaban Xerez de la Frontera, ahora era una ciudad hospitalaria, llena de vida, talento y genialidad y entonces, el grupo de Ben pensó que sería bienvenido en un lugar cómo ese y quedarse allí para siempre, en esa tierra que parecía tan acogedora.
No tenía vuelta de hoja, arreglaron sus carromatos, llenándolos con mantas de colores y cortinajes de seda que guardaban desde la India, de flores que encontraron por las cunetas y entraron en Jerez cantando y bailando con un compás, unas voces y un ritmo que jamás se había visto en aquella localidad.
-¡Ahí, ahí vienen los gitanos!-¡Corramos a verles!-¡Son los pícaros tartaneros!-¡Sí, sí, vamos todos a la plaza del pueblo! ¡Mira, mira, esa gitana guapa que toca el pandero! -¡Olee, viva, viva!-¡Ole, ole los gitanos de Ben!
Y allí no solo encontraron unos vecinos que sabían apreciar ese arte gitano, sino una tierra llena de riqueza natural. Había viñedos por todas las partes y olivares cargados de frutas para hacer aceite. El clima era muy templado, con apenas unos cuantos días de frío en el invierno y un verano, que siendo caluroso, lo era solo en las horas centrales del día. Nada que ver con los calores de los desiertos, porque por las tardes siempre refrescaba, lo que era ideal para dormir en sus casas, que al principio eran casi desmontables, de hojalatas.
El boscaje cercano, rebosante de frutos, les abastecía de comida copiosa. Brotaban de manera lujuriosa los espárragos, tagarninas y los corazones de palmitos. Y había alcachofas a porrillo e higos brevales más dulces que la miel de las abejas, cuyas colmenas colgaban de los árboles como si fueran piñas colosales.
En los desvíos del Guadalete, podían pescar fácilmente los sábalos con sus zarampañas y asar sus ventrechas y huevas, que eran de un sabor inigualable. De modo -proseguía nuestro amigo novelando ahora con cara socarrona- que un paraje así era difícil de descubrir a no ser que se tratara del mismísimo paraíso terrenal, ¿no? Algo que ni siquiera encontraron sus antepasados cuando pasaron por la Mesopotamia, unos siglos antes.
Los gitanos llevaban los genes del canto y la danza en el interior de su sangre. Ben y sus seguidores sabían que algún dios había dado a los pájaros el regalo de sus trinos y que a ellos les había dotado de un gorjeo y unas gargantas prodigiosas. Que sus voces estaban adornadas por una coloratura virtuosa y que empapaba a sus propios cuerpos. Que sus mujeres gitanas, desde jovencitas, contoneaban sus gráciles curvas y movían sus brazos y piernas como lo hacen los juncos de ribera y las ramas de los árboles que se mecen con los vientos.
Tanto talento no podía pasar desapercibido para los habitantes de aquella ciudad tan acogedora, así que Ben y su grupo romaní fue aceptado enseguida por la población, que veía en ellos a verdaderos artistas y amantes de la belleza, como ellos. Se arraigaron aquí, en Xerez para siempre -terminaba su monólogo nuestro ‘ilustre’ historiador: “Y aquí fueron felices, ya nunca más vagarían, ni huirían de nada ni de nadie, porque habían encontrado su tierra prometida”. Una ciudad en la que, además, “nacían unos vinos que eran de colores, que parecían que hasta suspiraban y que daban besos deliciosos a sus labios cantaores” -concluyó Picoco.
-¡Quedaos aquí, cantad y bailad para nosotros! -¡Sí, eso, eso, no salid nunca de aquí!- ¡Vivid siempre en Santiago! -¡Vivan, vivan esos gitanos de Xerez! Y cantaban con palmas por bulería: “Arribita en el monte calvario, hay una bandera que bien puesta está. Y él que quiera poner plaza en ella, por Santiago tiene que pasar”.
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