El gran apagón

Anunciar el caos, cuando no hemos salido de la peste, no parece un gran acierto administrativo

Pues ya lo saben ustedes. Según los gobiernos austriaco y suizo (también el alemán), hay que estar preparados para el gran apagón, para el desmayo de la electricidad y la vuelta de una sombra natural y arcana. Luego dicen, estas mismas autoridades, que el apagón es poco probable y que tampoco hay que preocuparse. Ya. Pero la advertencia queda ahí, después de que nos haya azotado una de las siete plagas de Egipto, y entonces uno se dirige al comercio a comprar velas, a hacerse con alguna vitualla en conserva, a cargar con unos litros de agua, y luego regresa al sofá a esperar, dócilmente, su destino. Un destino que, hoy, se nos figura inhóspito e indescifrable, dado el alarmismo que cunde, incluso desde la alta instancia de un país civilizado.

Sagan, el astrónomo, recordaba un gran apagón en Nueva York, en la primera mitad del XX (un apagón muy breve, en cualquier caso), cuyo efecto más notable fue el incremento de la natalidad que propició aquella oscuridad, inesperada y propicia. Otro de los efectos fue que aquel niño neoyorkino, asomado a un ventanal Brooklin, descubrió la vasta oscuridad estrellada que se cernía, sin saberlo, sobre su cabeza. Y de ahí su vocación, felizmente culminada, de ser astrónomo. Estas oscuridades que hoy nos auspician, sin embargo, no se ofrecen como una anomalía en un continuo de orden y progreso. Ya digo que la oscuridad neoyorkina, en "la ciudad que nunca duerme", se aprovechó para menesteres agradables y urgentes propios de una civilidad segura y contrastada. Ahora, por contra, se nos promete, se nos insinúa, púdica e irresponsablemente, el apocalipsis. Y la oscuridad, entonces, no es aquel apagón que redobló la vida, hace ya algunas décadas, sino el oficio de tinieblas que se desató, por ejemplo, con los primeros desórdenes de la Revolución francesa, y que Restiff de la Bretonne cuenta con celeridad y entusiasmo en sus Noches revolucionarias. A la luz pálida de las teas, la noche permitió crímenes y arbitrariedades que, durante el día, por una ancestral cautela (y porque nadie quiere ser identificado en sus desmanes), se mantuvieron en la irresolución, hasta la hora del ocaso.

Es emocionante, pues, asistir al nacimiento del alumbrado nocturno en Poe, en Van Gogh, en Toulouse-Lautrec, en Stevenson. Y comprendemos con angustia los lances nocturnos de Quevedo por el Madrid de los Austrias o en el callejero adverso de Venecia. Ahora bien, anunciar el caos, cuando no hemos salido de la peste, no parece un gran acierto administrativo.

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