Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Brota en el gremio periodístico como una abstracción autóctona del sentimiento. Una especie de sedimentación del dolor grupal -machihembrado, compacto- cuyos negros vértices se delinean al unísono. Con cuadratura de esquela. Entonces se entremezclan las conjugaciones de los verbos errar y herrar. Es el estático -y no estético- lenguaje no verbal de la muerte. Esa película repetitiva carente -¡con Caronte!- de sinopsis. Cuando un amigo se va… suena a éxito musical de Alberto Cortez. Y a sevillanas de ‘Amigos de Gines’. Juan Ignacio López despuntó en Radio Jerez Cadena SER. Su dicción -suelta, fluida, jovial- enganchaba con amenidad al oyente. Un chaval de espíritu juvenil que a punto estaba de alcanzar la naturaleza sexagenaria. El índice de audiencia de Juan Ignacio se corporeizó en la multitudinaria sintonización de los cientos de amigos y allegados que poblaron y repoblaron a cada segundo -¡el tiempo siempre fue oro para los preclaros locutores de radio!- las instalaciones y las dependencias de un tanatorio a rebosar.
Las exequias también reproducen el pulsómetro del calado social del finado. La siembra, la simiente, la cosecha… Cuando en marzo de 1932 falleció -siendo muchacho vestido de traje de luces- Elías Álvarez Pelayo, el escritor de periódicos César González-Ruano -¡o César o nada!- escribió en el rotativo ‘Informaciones’ -quizá a tenor de tan abrupta desgracia- que el torero había muerto sin romance. Aludía al romance del emblema heroico que sí tuvo Joselito. El tótem de gloria de Juan Ignacio López es el romance inédito escrito en las coincidentes declaraciones -sin ojana de ocasión- de quienes obtuvieron el apriorístico privilegio de compartir horas de profesión y amistad con tan excepcional persona. Risueño por naturaleza, como sintomatología de esa bondad a prueba de tijeretazos que sólo derrochan, silentes, quienes abominan de la soberbia como modus operandi, del estilete como norma de conducta, de la cacicada, la necesidad de epatar o el recelo competitivo que a menudo ronda -como una absurda lucha de contrarios- entre profesionales de un mismo oficio.
Juan Ignacio jamás pisoteó a bocajarro el nombre o el renombre de otro periodista. Nunca una mala palabra hacia el prójimo -siendo ésta, la palabra, su virtud, su efecto multiplicador, su repóquer de ases, su herramienta cotidiana, su bisagra comunicacional, su arma (o, por mejor decir, alma) poderosa-. Buen tipo no solo en la estimación machadiana del término. Hombre de radio y padrazo de sus hijas. Juan Ignacio o el ser dotado de una sensibilidad poco común. No rara avis, no distante, sí distinto. Disfrutaba en compañía -como un surtidor gratis et amore de contagiosa felicidad- y sufría a solas cuando ocasionalmente los entrecruces de los tramos biográficos a veces pintan coloretes negros en la privacidad de cada cual. Miel y cruces. Dejó humana huella, como un poeta de la sencillez, como un verso con rima de beso. Aunó verdad y beldad. La verdad le hizo evangélicamente libre y la beldad… humanamente de otro calibre.
Juan Ignacio era una combinatoria de delgadez física y sumandos de energía a raudales. Por esta razón supo en todo momento sacar fuerzas de flaqueza. Sus silogismos se dictaban con puntos y seguidos. Superándose cada dos por tres. Avanzando, que es gerundio. La trayectoria profesional -Radio Jerez, Canal Sur, COPE, Masjerez, Onda Cero…- de Juan Ignacio ha sido exaltada por derecho propio estos días. Jornadas luctuosas -al contrario del filme de culto protagonizado por Jack Lemmon, o por el homónimo poema de Ernest Dowson- sin vinos ni rosas. A los periodistas jerezanos les retumba ahora -e incluso tumba anímicamente- los versos de Miguel Hernández: “Y sin calor de nadie y sin consuelo/ voy de mi corazón a mis asuntos”. Cuando, con una sonrisa de oreja a oreja, Manolo Molina ha visto entrar a Juan Ignacio López por la redacción del cielo, no ha dudado en gritarle: “Hermano en Cristo… ¡a mis brazos!”.
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