
Santiago Cordero
Historias de la radio
Jerez íntimo
En los teletipos oficiales de la ciudad no saltan los descriptivos hábitos y costumbres de la post-Navidad. Ni ese anual estado de ánimo, Deo gratias transitorio, que comienza a florecer el 7 de enero -al alba sería- y coincide además -como un desaprendizaje del tiempo de polvorones- con el término de las vacaciones. Todo sucede en los domicilios de los jerezanos, de puertas adentro, descoronados por un halo de silencio, cuando la realidad del calendario -tan de postrimerías- “se lleva mis palabras”, como en el verso de Apollinaire. Ha sido tan intenso el fulgor de autenticidad -desde su prefacio a su confín- de cuanto hemos vuelto a experimentar en torno al Nacimiento del Niño Dios que ahora, pese a que nuestro coleto no cesa de recrear este canto sin parangón a la vida, nos topamos de bruces con la vuelta a las andadas de la rutina cuyos códices -bien pensado- merecen también nuestra bendición. Bendita rutina, que dicen los biempensantes. Durante las Navidades no has experimentado el reclamo de ninguna porción de renuncias. Las cifras personales de los sentimientos se tornan universales. El calendario no opera ningún trasplante al margen de la detención del mismo: como en una máquina atemporal a través de la cual todos volvemos a la patria de nuestra infancia (deflagración de magia que regresa). Recordar nuestras Navidades de infancia mientras observamos las actuales de nuestros hijos. Nada, mutatis mutandis, ha cambiado. Quizás ahora cuentes con el plus de saber a ciencia cierta -¡de comprenderlo al fin en toda su dimensión!- qué sentían tus padres cuando te observaban, de chiquillo, tan pletórico de júbilo segundos después abrir de par en par la puerta de aquel salón-comedor alfombrado-empapelado de juguetes a las claritas del día sin horas de la mañana del 6 de enero.
En las múltiples convivencias con familiares y amigos de estas pasadas semanas la gastronomía ha sido fiel compañera. No hemos podido reprimirnos. Las sesiones opíparas estuvieron a la orden del día. Qué gozo de tertulias y qué expansión de confidencias. Y qué colección de lugares explorados a mesa y mantel. Entre lo suculento y lo pantagruélico, todo -de pan mojar- queda en tu casa o en la mía. Por decirlo con expresión que es menjunje entre comedia romántica de Reese Witherspoon y Ashton Kutcher, programa televisivo de Bertín Osborne y libro sobre educación sexual de Lorena Berdún. En las sucesivas tertulias de brindis y amistad han salido a la palestra qué comíamos antaño, de párvulos, tan pronto los niños de San Ildefonso daban el pistoletazo de salida a las semanas de vacaciones tras el madrugón de mesa de camilla del 22 de diciembre. La lista de productos varía en función de quien haga uso de la palabra. Para quienes nacieron en los primeros años de la década de los 60 la memoria describe peladillas, higos secos, turrón de Alicante, de Jijona, roscos La Perla, caja de polvorones de enormes dimensiones que incluía el regalo de un almanaque, anís, ponche, Crema de Lima, champán y sidra. Para los nacidos una década más tarde, las ensaladillas (con morrón, atún y aceitunas sabrosas de Casa Paulino), los pestiños de receta materna bañados en miel, los polvorones en cajas grandes de madera envueltos en papel de celosía de llamativos colores puros y una pintura religiosa de la adoración de los Reyes Magos en la cubierta, el Bitter Kas, el turrón de Suchard o los mazapanes de La Viuda…
Jerez ha dejado atrás la semana de la nostalgia. Duros días para los que no recetan vademécum. Sólo un trago del agua de azahar del carpe diem. Y del suministro de felicidad que hemos compilado entre la gratitud y el gozo de lo (sí) vivido. Los andaluces estamos suficientemente preparados para afrontar la ristra de semanas de la nostalgia que nos depara el año. La de post-Navidad, la de post-Semana Santa, la de post-verano. La post-Feria también deja un jocundo vacío cuya densidad, como dijera el poeta, te dificulta “distinguir las voces de los ecos”. La post-Navidad traza una melancolía de maravillosos recodos: la desbordante alegría de los niños que reposadamente disfrutan de lo lindo con la generosidad de los Magos de Oriente, los entrañables augurios familiares de cara a las próximas Navidades cuando desmembramos el árbol de Navidad para recostarlo de nuevo en su caja blanca -cuya horizontalidad de cartón no gasta ni en oro ni en acero, como la pobreza en el verso de Quevedo-, los restos de turrones que nos observan con achocolatadas pupilas de superviviente en la isla de cristal de una fuente de frutas, la segunda pata de jamón que te regaló quiénes tú sabes y aún no ha sido estrenada hasta no toque los huesos aquella primera otra que por descontado sí ha cundido lo suyo, el estreno o ya el uso diario de los presentes con tu nombre que Melchor, Gaspar y Baltasar otro año más depositaron en el sofá del salón de casa, las meriendas de porciones de roscones de Reyes que han llegado como regalo sorpresa de amigos, el Nacimiento que desmontas con la misma parsimonia de siempre… La post-Navidad también tiene su encanto. Siquiera sea escribir sobre la misma escuchando la algarabía de tus chiquillos felices según el fiel cumplimiento de cuanto son: los reyes del hogar.
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