Jerezanos bizarros de ayer y siempre

Manuel Romero Bejarano

Maese Ortuño

Maese Ortuño. Maese Ortuño.

Maese Ortuño.

CORRÍA el año de 1480 cuando nació en Bilbao un fornido niño (11 libras castellanas pesó el angelito) al que llamaron Ortuño. Papá Ximeno de Bertendón era piloto de barco y mamá María Sánchez de Arego descendiente de una importante estirpe de canteros.

Ortuñito creció sano y fuerte en los hermosos prados vizcaínos, desarrollando una extraordinaria fuerza que fue adquiriendo con la práctica de los bizarros deportes locales. Era un primor cortando troncos, levantaba las piedras como si fueran plumas de ganso y tirando de la soga no tenía rival. En vista de sus cualidades, el padre decidió que siguiese la carrera de la mar y así, lo embarcó en la famosa Armada de Flandes, fletada por los Reyes Católicos para llevar a su hija Juana al matrimonio con Felipe “el Hermoso”, desde Laredo hasta Amberes.

La travesía fue un auténtico infierno y el joven fue aprendiendo a marchas forzadas el arte de marear, algo que agrió el carácter de Ortuño de por vida. A partir de este viaje se convirtió en un ser huraño e irascible, que montaba en cólera por cualquier tontería. De hecho, un día de tormenta arrojó por la borda a un paje de doña Juana, bajo el pretexto de que le había metido la mano por las calzas.

De regreso a Bilbao, y para evitar más episodios de este tipo, la familia decidió que el furibundo mozo se dedicase al noble arte de la cantería. Su extraordinaria capacidad para trazar edificios, en especial puentes y bóvedas de crucería, hizo que pronto fuese solicitado en numerosas obras. El problema es que de todas salía tarifando. Los expedientes de la Santa Hermandad son bastante explícitos al respecto: 1499, un entallador pierde una oreja en una pelea mientras se levantaba un muro de la basílica de Begoña; 1501, un cantero es arrojado desde el tejado de la parroquia de Getxo, cuya construcción estaba a punto de concluir; 1502, durante la reparación del Puente de la Reina, 50 carretadas de cantos fueron arrojadas al río tras una monumental bronca; 1505, en la comida celebrada por la puesta de bandera de la torre del homenaje del castillo de Olite, el maestro mayor cayó muerto de una puñalada. Y así iba Ortuño, enlazando una fuga detrás de otra.

Llegó un punto en que nadie lo quería contratar, de modo que tuvo que buscar trabajo lejos de su tierra. En 1508 recaló en la catedral de Sevilla, donde se puso a las órdenes de Alonso Rodríguez. Poco más de un año duró su tormentosa relación laboral, hasta que Rodríguez pudo quitárselo de en medio enviándolo a las isla de La Española, a levantar la Catedral de Santo Domingo. Allí, el conflicto llegó a tal punto que en dos años no se llegó a cavar una zanja en el solar. De vuelta a la Península Ibérica siguió la peregrinación del pendenciero Ortuño. Ceuta, Plasencia, Calahorra, Toledo, Cuenca, Sigüenza, Segovia... Por raro que parezca, en 1518 consiguió llegar al final de la edificación del monasterio de Jerónimos de Belem, cerca de Lisboa, sin ser expulsado. Varios de sus compañeros decidieron poner rumbo a Jerez, y con ellos se vino.

Por aquellos tiempos se estaban construyendo el Puente de Cartuja y la iglesia San Miguel. Pedro Fernández de la Zarza, arquitecto de ambos, vio en Ortuño a un eficaz colaborador. Soportaba con paciencia su violento carácter, ya que sabía que nadie como él era capaz de levantar las enrevesadas bóvedas del templo. Cinco veces le indultó el corregidor la pena de muerte, la última de ellas en 1525 y a ruego del Ayuntamiento, pues no había en la comarca nadie que pudiese trazar (y aún peor, edificar) el complicado puente. Pero una discusión sobre la conveniencia de usar o no piedra de Martelilla en los pilares acabó en tragedia. Fernández de la Zarza acabó ingresado de extrema gravedad en el Hospital de San Sebastián con la cabeza abierta de un machotazo. Se pueden figurar quién fue el autor del golpe.

Fernández perdonó al agresor, pero la justicia le condenó al destierro. A finales de 1527 embarcó en Sevilla, rumbo a Las Indias. En la Ciudad de México pronto encontró ocupación. Su habilidad hizo que el mismo Hernán Cortés le encargase la construcción de su palacio en Cuernavaca, sin importarle la crueldad de sus métodos. Se dice que tenía a sus órdenes a numerosas cuadrillas de operarios indígenas a los que maltrataba de obra y de palabra, dejándolos extenuados con jornadas laborales interminables.

La eficacia de Ortuño lo convirtió en un hombre de confianza de Cortés (el palacio, que aún sigue en pie, se construyó en apenas 6 meses), quien al saber de las habilidades del bilbaíno como navegante le propuso formar parte de un viaje para explorar y poblar las costas del Mar del Sur.

La expedición estaba al mando de Hernando de Grijalva y Diego de Becerra. El primero dirigía la nave “San Lázaro” y el segundo la “San Jerónimo”. El piloto de esta nave era Ortuño. Partieron del puerto de Tehuantepec (hoy Salina Cruz) el 30 de octubre de 1533, pero al poco, ambos barcos se separaron. Juan de Carasa, testigo de los hechos, cuenta lo que sucedido en ese viaje. Al parecer, Ximénez participó en un motín, haciéndose con el mando de la nave tras dar muerte al capitán y hacer prisionera a la tripulación fiel al mismo, a la cuál abandonó a su suerte en unas playas cercanas. Díaz del Castillo continua la historia que Juan de Carasa (uno de los fieles), que termina cuando fue abandonado en la costa de Colima. El relato es digno de una novela de aventuras: “El Ortuño Ximénez dio vela, y fue a una isla que la puso nombre Santa Cruz, donde dijeron que había perlas y estaba poblada de indios como salvajes, y como saltó en tierra para tomar agua , y los naturales de aquella bahía o isla estaban de guerra, los mataron, que no más quedaron salvo los marineros que quedaban en el navío; y como vieron que todos eran muertos, se volvieron al puerto de Xalisco con el navío y dieron nuevas de lo acaecido, y certificaron que la tierra era buena y bien poblada y rica de perlas”. Esa tierra hoy se llama California, por lo que a Ortuño Ximénez le cupo el honor de ser su descubridor momentos antes de morir.

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