Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
La muerte no lanza venablos por la boca ni, contrariamente, ditirambos con efecto retroactivo. La muerte no piropea, no insulta. Tampoco interactúa con terceros. De tan escurridiza, apenas se la aprecia a salto de mata. La muerte y el olvido adoptan papeles de causa y efecto. Porque la amnesia colectiva por lo común va pareja a quienes sobreviven. La sociedad en su conjunto, la española y la que habita en el resto del ancho mundo, suele mostrarse olvidadiza al respecto de sus predecesores. El respeto y el rescate de la memoria de los muertos constituye una asignatura pendiente cuyos contenidos solemos posponer para septiembre. Pero este examen de recuperación nunca llega. “España y yo, señora, somos así”, dijo Eduardo Marquina. En consonancia con su negritud, la muerte se mueve como pez en el agua entre las prietas sombras de la oscuridad. ¿La muerte tiene derecho a parada y fonda en el papel prensa -con ocasional eco periodístico- si el difunto logró granjearse -a las bravas o a la chita callando- la vitola de famoso, esto es, saberse anchamente conocido a diestro y siniestro? La fama es un concepto adjetivo. Y hasta relativo…
Quien suscribe nada a contracorriente al hilo de los obituarios. Las necrológicas no son patrimonio exclusivo -con patente de corso- del posible “famoso” (apostrofo entre comillas). “Cuando yo nombro mi patria… estoy nombrando mi casa”, escribió Antonio Martínez Ares en un pasodoble de la comparsa ‘Calle de la mar’. En nuestra casa jerezana, valga decir: en la tierra que es cuna común: Jerez de la Frontera: también habitan y habitaron personas -por anónimas a la luz pública- no tan reconocidas ni siquiera reconocibles. Ahora bien: ellas/ellos, merced a su labor, construyeron ciudad. Dijo Francisco Umbral que el articulo -o la columna- es el soneto del periodismo. Ignoro si este ‘Jerez íntimo’ de hoy lunes conlleva la musicalidad de dos cuartetos y dos tercetos, pero sí pugna por cuatro prerrogativas contenidas en su largo introito: a) combatir la amnesia colectiva ante la muerte, b) rescatar la identidad de un hombre sencillo que formó parte activa de la escenografía de la sociedad jerezana de los 70 y 80, c) hacer justicia in memoriam y d) dejar constancia en acta para conocimiento de las nuevas generaciones.
Señoras y señores: ha muerto, a los 85 años, Vicente Romero Salcedo. Los veteranos del lugar se referirán a él como popularmente era conocido: Vicente el ciego. Algo acertaba a ver, aunque con cierta dificultad. Fue un cofrade de pro -cristiano de profundas convicciones, mariano hasta la médula-. De entrada un fortísimo abrazo para su viuda María de la Paz Baños Guerrero, hijos Miguel y Carmen, hija política Carmen López García, nieta Mari Paz, hermana Dolores y demás familiares. Vicente siempre rechazó la notoriedad. Huía de las fotos -ni a solas ni en grupos-: signo que habla por sí mismo. Para contextualizar su impronta con tres datos introductorios digamos que Vicente fue el histórico cuponero de la Plaza Plateros y además un cofrade histórico de toda la vida del Cristo de la Expiración e igualmente destacado mayordomo de la Hermandad de Loreto que realizó -en el desempeño de este cargo- un trabajo encomiable. Pregonaba cupones en la esquina del tabanco ‘Número Uno’ justamente antes de que Juan el tabernero le sirviera “la convidá” junto a otros cofrades de postín, al tiempo que los jerezanos iban y venían de la farmacia de Onofre Lorente, la tintorería ‘Amaya’, la droguería ‘España’, el bar ‘Recreo’, la papelería de Salido o la zapatería ‘El Gorila’ -donde regalaban aquellas pelotas de goma que tantísimo botaban-.
En la esquina de Plateros con Sedería estaba asentada prácticamente a diario una exquisita tertulia cofradiera con Vicente ejerciendo de animoso anfitrión y a la que rara vez faltaban nombres clásicos de la envergadura de Rufino Quintana, Juan Cervilla, Pepe Soto, Ignacio Rodríguez, Antonio Berro, Eduardo Velo, Sandrini… Allí la actualidad de las cofradías y su análisis superaban cualquier parámetro del asignado a un mentidero de ocasión. Aquello era un senado en toda regla. Vicente fue un cofrade de raza -con su genio, su genialidad y su simpatía (todo batido en la misma coctelera)-. Aportó bastante a la Semana Santa. Su nombre nunca ha resonado durante las últimas décadas. Es la (meritoria) servidumbre de la humildad. Vicente acaba de marcharse por la puerta grande de su anonimato. Parece haber reclamado de nuevo su típica expresión del “apaga y vámonos” cuando la imagen del Santísimo Cristo de la Expiración aparecía en algunas de las habituales proyecciones de diapositivas de Diego Romero o Lira de la época. Vicente, sí, ha viajado hacia el cielo en el avioncito de plata que cada Viernes Santo pende de la mano de la Virgen de Loreto…
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