La atrayente cala de Huxley

Cual bostezo, el autor sostiene en este relato corto que la estación de verano exige distanciarse del astro rey, esperando a otoño para disfrutar las bondades del litoral

Calas como la del Parque Natural del Cabo de Gata poseen un encanto que supera a la inmensidad del mar Mediterráneo.
Calas como la del Parque Natural del Cabo de Gata poseen un encanto que supera a la inmensidad del mar Mediterráneo. / JUAN CARLOS MARTINEZ

26 de julio 2025 - 06:30

Aquella cala tenía para mí algo mágico y atrayente. Su poderoso influjo perduraba en el subconsciente durante interminables estaciones o calendarios tediosos, mantenía en pie al entusiasmo en horas bajas, era un anhelo constante con forma de precipicio arenoso e infinito, el sueño de Ícaro que llevas dentro. Nada más estimulante que saber cuándo me reencontraría con ella. Esperándola iban pasando los días, meses y años, dejando atrás etapas ingenuas como la infancia, después la juventud, pródiga en aspiraciones o desengaños, para acabar finalmente en una madurez de remordimientos, refugio curativo de la nostalgia. Cual péndulo o diapasón oscilante, iba superando así largos periodos que, por el devenir vital, me alejaban temporalmente de esa inigualable dimensión que proporcionan las rocas cercanas al mar. No había nada más emotivo que aproximarme al reencuentro con ese eco de caracolas, ver llegar los atardeceres rojos, o la brisa del Levante que barrunta tormentas sobre agua salina, nubes laminares y estratocúmulos lenticulares, o a esas gaviotas erráticas que envidias por su valentía ante los acantilados. Sí, la cala era el horizonte, único objetivo, pretexto y destino.

Inequívocamente, detestaba al verano. De él solo me atraía su cercanía transitoria con el mes en que pondría por fin rumbo a la ansiada cala. Ante tan soporífera etapa de calor extremo, optaba sin rubor alguno por idéntica actitud a la que exhiben caracoles o gasterópodos, cerrando puertas en una fase de ausencia, aletargado de manera inexcusable. Evitaba inclemencias solares, sudor, bochorno o calima, prefería el mundo interior del hogar, ver pasar desde la ventana a cigüeñas errantes, agotadas por ese tórrido equinoccio que da nombre a la estación mas vulgar, reflejo de sombrillas descomunales o cuerpos de ébano impúdicos que se abren a la intemperie cuando finaliza junio. Antagonista de la moderación climática, el periodo estival siempre me incitó a repeler la cólera volcánica de rayos uva, el magma ambiental de julio, agosto e incluso septiembre. En un ejercicio de auto-reclusión casi mística o anacoreta, rehuía al exterior, esperando a que el calor sofocante diese una tregua definitiva y, entonces sí, viajar a la cala, ya sin las insoportables masificaciones del solsticio más abrasador y populista. Cuanto más se deshojaba el almanaque, más se acercaba mi tránsito nómada a esa pequeña bahía formada por la erosión del agua sobre rocas y acantilados, a la que prefería denominar como ‘cala de Huxley’, para evitar que la barbarie acabase expoliándola. Era mi secreto, sí.

Huxley: “…un paseo junto al mar puede ser como un museo con cuadros mirando a la pared”.
Huxley: “…un paseo junto al mar puede ser como un museo con cuadros mirando a la pared”. / JUAN CARLOS MARTINEZ

Todos los años, por el mes de octubre, coincidiendo con la llegada de las lluvias y el clásico olor a carne de membrillo preparado por María (dueña de la pensión en que resido), comenzaba mi ritual de acercamiento a la cala. Ese entusiasta y dinámico proceder se fomentaba también con el zigzagueante movimiento de Blas el barrendero que, con parsimonia, desahogaba la avenida de las primeras hojas que los chopos desprendían, síntomas inequívocos de mi deambular al ansiado espacio marítimo. Esos simples acontecimientos tradicionales me incitaban a preparar mi polvorienta maleta y a subirme en el autobús de provincias con una dirección cristalina: la cala. El camino hacia ella resultaba sorprendentemente breve, como un relámpago, quizás por la felicidad inherente que suponía ese trayecto desde la montaña a la costa. De hecho, solía quedarme dormido, como viajando en una máquina del tiempo hacia la omnipresente cala.

Llegado a mi destino, era de rigor hospedarme en el hostal de Marcial que, pese a la avanzada edad, no alteraba lo mas mínimo su forma de ser o estar: cabizbajo e introspectivo, como esos marineros curtidos en duros temporales. Los primeros días en la aldea costera, acostumbraba a hacer las visitas de rigor: a doña Manolita, la costurera, que siempre me agasajaba con un tazón de café migado. A Paco, el carpintero de barcas, al que tenía por costumbre traerle revistas de la ciudad, que él agradecía con mojama de atún salado. En general, socializaba con toda esa buena gente que sólo veía una vez al año, pero que siempre recordaba en mi ausencia. Al término de los compromisos, cuando iba cayendo la tarde, me dirigía a través de las dunas, cercanas a la playa, hacia la ansiada cala. Jamás me asomaba al borde, pues surgía de inmediato el recuerdo de Daniel, mi amigo de la infancia con el que siempre jugaba en esas rocas y que solía ser más atrevido que yo. Él se acercaba al abismo y me decía: “Aquí se acaba todo”. Mi respuesta era el silencio inerte, prefería sentarme un poco alejado y observar la inmensidad, lo infinito, escuchar el bramido de las olas contra las rocas, sintiendo el frescor de lo profundo sobre la piel. Miraba al horizonte marino, plagado de nubes, susurraba en mi mente cientos de imágenes y palabras, evitando así el vértigo de la cala.

La dimensión emocional y visual que proporcionan las rocas cercanas al mar resulta inigualable.
La dimensión emocional y visual que proporcionan las rocas cercanas al mar resulta inigualable. / JUAN CARLOS MARTINEZ

Ante la inmensidad, recordaba una vez tras otra aquel supremo párrafo escrito por el biólogo británico Thomas Henry Huxley, que decía: “Para una persona sin conocimientos de la naturaleza, un paseo por el bosque del litoral, o junto al mar, es como recorrer un museo repleto de maravillosos cuadros, estando el noventa por ciento de los cuales con su cara vuelta hacia la pared”. Tal ejercicio pedagógico y ejemplar iba a más con otro de sus célebres aforismos: “Somos propensos a ver lo que hay detrás de nuestros ojos, en lugar de lo que aparece ante ellos”. En mi caso, la pared del acantilado era yo mismo, y las obras de arte pegadas al rostro, eran la vida que me negaba a vivir. Pero la cala de Huxley, aquella cala, me reconvertía, llegaba a creerme como Gulliver, diciéndome a mí mismo que lo único inmenso es lo que más simple y pequeño nos parece…

(*) Jesús Benítez, periodista y escritor, fue Editor Jefe del Diario Marca y, durante más de una década, siguió todos los grandes premios del Mundial de Motociclismo. A comienzos de los 90, ejerció varios años como Jefe de Prensa del Circuito de Jerez.

Posdata

Los elementos

La tierra es una loa al inmovilismo

con demasiadas sorpresas en sus cotas geográficas,

un espacio para el terror que se viste con traje de piedra,

y un sueño hecho realidad en clave arbórea y de foresta.

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El mar es una lágrima monumental,

inmensa, relevante, salina, profunda,

es la solución misteriosa que encontró la lluvia

a su falta de descendencia en la tierra.

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El aire es un secreto sigiloso,

la magia que evapora toda existencia,

es la perspectiva incalificable, un soplo,

y también es el espacio único para usar las alas.

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©️ Jesús Benítez

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