Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Lealtades y fantasías

01 de septiembre 2025 - 02:12

Somos un mundo de personas. Nos juntamos para sobrevivir, agrupamos para vivir, y nos unimos para sentir. Sin embargo, las mayores frustraciones, los más crueles desengaños y las más tristes desilusiones siempre tienen su origen en alguna de las personas con las que hemos elegido más cerca estar, más próximos vivir. Tal vez las devastadoras consecuencias de una traición se deban precisamente a eso: al afecto, cariño o amor con que habíamos querido a quien ahora nos confunde, decepciona, o destroza con intensidad difícil de asumir e imposible de comprender.

Los lazos que vamos tejiendo, con aquellos que hemos querido a nuestro lado, se van haciendo por día más densos e intensos, queremos pensar que más fuertes también. Se diluyen suspicacias, la inseguridad se desvanece, desaparecen los temores.

Ese primigenio instinto por sobrevivir –no sólo física, también sentimental y anímicamente- con el que todos nacemos, para así mejor proteger nuestra integridad corporal y mental, nos permite entonces sentir el sosiego de sabernos -eso creemos- entre gentes que no sólo no os quieren mal, sino que tratan de procurarnos lo mejor -en eso confiamos-. Se olvidan pues recelos y se dejan de lado temores, se adivina confianza y se recuperan amores. Saboreamos la tranquilidad de no tener que mirar de soslayo, nos recreamos en la serenidad de poder renunciar a la sospecha, la vida se muestra bella, llena de gozo, merecedora de ser vivida, sentida y exprimida.

Permitirnos echar abajo la empalizada, tirar el escudo y bajar la espada, nos concede el dedicar nuestros anhelos a lo que la pena merece: compañerismo, amistad, solidaridad, y siempre el amor. Nos permite, sí, empeñarnos en ser lo que somos y tentar la felicidad lo suficiente. Nos consiente enterrar inútiles rencores, relegar la dolorosa venganza, abominar del odio corrosivo, superar la pertinaz desconfianza. Si hay un modo, comenzar por éste puede que sea el único del que disponemos para realizarnos como las personas que somos.

Es precisamente ese estado en el que lo anímico manda sobre lo material -así debiera siempre ocurrir-, el que nos coloca en situación frágil y vulnerable, actitud que hace más difícil, y sobre todo mucho más doloroso, recomponer los pedazos rotos después del desengaño o la traición.

La disyuntiva no tiene una respuesta fácil: ¿nos parapetamos tras una férrea coraza para evitar que algo semejante nos vuelva a suceder, y protegernos así de un posible futuro desencanto o destrozo?, ¿cerramos las puertas a recuperar esa condición que nos hiciera, cuando lo fuimos, felices, a pesar de lo que sucediese luego?, ¿volvemos a intentarlo, volvemos a confiar para tratar de regresar a ese jardín hermoso en el que nos sentimos como queremos, y necesitamos, sentirnos …? La respuesta acertada, si es que la hubiera, sólo la podemos encontrar en nuestro interior, eso creo. Un lugar cercano que puede estar también muy lejano, de acceso complejo y dificultoso, y no obstante el único válido, si es verdadero. Hay, pues, que llegar hasta él, por mucho que cueste, con sinceridad, que duele, y sangre fría, que escuece, sin medias tintas ni peros ni tapujos, sin parches ni verdades a medias. Solos, con nuestra soledad sola, hallaremos respuesta a lo que en verdad importa.

La amistad viene, aunque se puede marchar. El amor llega –cuando quiere-, pero se puede ir –también cuándo él lo quiere-. Podemos cuidar estos sentimientos, intentar preservarlos, y sin embargo, si el momento llega, nada podremos contra esa realidad que nos negaremos aceptar como real, pues excede nuestros posibles superarla entonces.

Cosa muy distinta es la hipocresía, el engaño o la traición. De quien hace uso de estas mezquinas lacras, podemos alejarnos, es sin duda lo que debiéramos hacer; de hacer nosotros uso de ellas, hemos de abominar, si no lo hacemos por respeto a nosotros mismos, sea por ética y moral al menos; pero si resto de decencia aún nos quedase, fuera por no causar tan demoledor daño a quien ni lo espera ni lo merece.

Hacer de la lealtad fantasía es una atrocidad que no tiene perdón, pues debiera ser siempre realidad, que no ilusión. Sucede que aunque es posible que el tiempo se encargue de poner al traidor en la guillotina que a medida le viniese, la pena y el dolor y el sufrimiento causado, mientras ese momento llega, y puede que aún continúe después y puede que no se vaya nunca, no tienen ya enmienda ni posible reparo, ni tampoco perdón.

Rectificar si hemos caído, y todos lo hemos hecho -caer, digo, pues rectificar son los menos-; ser capaces, si lo hicimos, de no volver a repetirlo, o, si es al contrario, no ser capaces de seguir viviendo; poner honesto empeño y leal voluntad en evitar que quien nos importa padezca, o que alguien, que no lo merece, sufra. Lealtad.

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