La ciudad y los días
Carlos Colón
Ministra fan, oposición Bartolo
Cuarto de muestras
Hoy, que la palabra vejez ha dejado casi de existir y es sustituida por eufemismos, por personas de la tercera edad, con años o adultos mayores; hoy, que nos cuentan la milonga de que la edad la marca el espíritu y no el calendario; hoy, que la piel se estira, el pelo se injerta y el cuerpo se tonifica, la cirugía plástica y los gimnasios le quitan a la senectud la imagen digna y doliente que el tiempo no borra. Hoy, que nos venden que alguien con apenas sesenta años se tiene que jubilar y engrosar la insostenible clase pasiva; hoy, digo, va la reina Isabel II de Inglaterra y se muere de vieja. La vejez mata. La vida se agota y el cuerpo se gasta. Lo hemos tenido que ver en alguien que hizo de lo inmutable un oficio con sus abriguitos y bolsos de vivos colores. Sólo la corona y la dorada carroza permanece en ese "lento tardar" que es ejercer de reina de cuento.
Isabel II ha tenido la suerte de tener un pueblo al que no le gustan los cambios bruscos, algo muy compatible con la vejez y las tradiciones. Se toman su tiempo en adoptar cualquier decisión. Nunca entraron del todo en la Unión Europea, conservando su moneda, sus cabinas telefónicas rojas y sus taxis negros. Pese al disparatado Brexit tampoco terminan de salir del todo. El tiempo en Reino Unido se mide en una transición eterna. Sus decisiones son como sus trajes de chaqueta a medida, pueden durar toda la vida, si el cuerpo de quien lo viste no cambia, claro.
Fieles a ese espíritu demorado, parecía que el entierro de la reina iba a durar toda la vida. Como en la célebre pintura de Pradilla, Inglaterra, convertida en Juana la Loca, paseaba el cadáver de su monarca sin quererlo enterrar nunca. Un cuadro de enormes dimensiones, que englobaba a todo el pueblo inglés y a las casas reales europeas, inmortalizaba la escena histórica delante del féretro. El pueblo era una larga cabellera de luto al viento y, las antorchas, los miles de móviles encendidos con los que el pueblo quería a través de sus cámaras acreditar su presencia en ese tiempo detenido del que hablará por siempre la historia.
Aún nos queda asistir, sin prisas una vez más, a la coronación de Carlos III. Tardará al parecer más de un año. Un Carlos III viejo al que, por azares de la vida, nunca podrá retratar Goya con esa mezcla de desamparo e ironía con la que le salían siempre los reyes. De eso se libra, sólo de eso.
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