Luis Gasca

Cuarto de muestras

15 de junio 2025 - 03:06

El pasado 19 de mayo murió Luis Gasca, cuya grandiosa misión como ginecólogo fue traer niños al mundo, alentar el soplo de cada nueva vida, atrapar el aliento divino. Humanista, poeta, filósofo a su manera, lector empedernido. Melómano. Devoto de Jung. Estudiante aplicado del idioma alemán y de casi todo. Observador de los misterios inexplicables de toda existencia. Pesimista crónico y friolero. Nostálgico de cuanto los años le fueron arrebatando mientras él trabajaba sin descanso. Tímido arrogante. Sabio humilde. Amigo querido y paciente con mi ignorancia. Antes de que existiera Google ya le tenía a él para responderme a todo.

Se fue en plena Feria de Jerez, y claro, yo estaba tomando una copa cuando me enteré. En ese momento se me vino a la cabeza que, si hicieran salir en la noche del alumbrado a todas aquellas personas que él como ginecólogo había traído al mundo, la feria se quedaría sola sin un alma. Ibas por la calle o te sentabas en una terraza y comenzaba “el besamanos”. Don Luis para arriba, don Luis para abajo, todas las señoras de Jerez se le iban acercando como a una imagen de culto a darle las gracias o a enseñarle lo mayores que estaban sus hijos o a decirle que no podían olvidar nunca tal o cual peripecia de su embarazo. Él las trataba con la misma confianza y naturalidad que si aún las tuviese en su consulta, aunque ya no las recordara. Parecía como si con todas las parturientas hubiera creado en su cabeza una sola mujer, una sola paciente. Por quitarle un poco de tristeza de sus ojos cansados, después de oír tanto don Luis comencé a llamarle Luisillo. La primera vez pegó un respingo, pero enseguida se acostumbró y hasta le divertía que me metiera con él o le riñera sólo por pincharle.

Formaba parte de un querido grupo de amigos en el que siempre destacaba por su sabiduría, por su brillante, variada y generosa conversación. Por su mente polifacética. Por el amor a sus nietos. Por su doliente nostalgia que nunca llegó a ser dulce. Admitía que le hiciera preguntas imposibles o que le pegara un achuchón intempestivo mientras él hablaba del bosón de Higss. Aceptaba con decorosa conformidad que le recortara sus versos o que se los desordenara. Entre tantas risas y atrevimiento sólo había admiración, cariño. Le vimos envejecer y retirarse en silencio. Quisimos editarle sus poemas, hacerle un regalo, acompañarle antes de que se hiciera tarde. Y se hizo tarde.

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