La esquina
José Aguilar
Por qué Sánchez demora su caída
No sé explicar qué es una ciudad. Quizás una suma o una superposición más bien. Tal vez un accidente o un devenir, algo que nunca se culmina y que se va haciendo y deshaciendo poco a poco, como la propia vida. Un caleidoscopio al que asomarse con sus espejos, sus giros y sus misteriosas figuras cambiantes. No deja de ser un pensamiento divagante que nos lleva de acá para allá y nos hace volver y nos detiene, que termina por volvernos ciegos como todo aquello que conocemos demasiado. Para el turista es una foto, una fiesta, un paisaje, un instante. Para el lugareño es su espacio, su centro, sus sabores, su manera de reconocerse. Es su carácter, su arraigo, su telón de fondo. Somos, al fin y al cabo, genética, raíces, pertenencia.
Intento descubrir algo de eso tan extraño que es una ciudad. Voy tanteando el terreno. Miro su rica urdimbre. Una ciudad, en verdad, se aprende paseándola. Son las bibliotecas la memoria de las ciudades. Los periódicos su voz. Las iglesias su silencio. Las plazas y colegios su alegría. Los hospitales su esperanza. Las fuentes el canto acompasado del agua. Los museos el tesoro común exhibido. Las plazas de abastos la alacena. Las librerías conocimiento, consuelo e imaginación. También son compañía. Son las universidades, o debieran ser, aprendizaje y criterio. Las buenas empresas son trabajo y prosperidad. Los monumentos historias a la intemperie. Los bares y comercios la calderilla de los afanes diarios. Los balcones y ventanas la tentación de los curiosos. Los asilos el adiós de los rendidos. Los parques y jardines el refugio de pájaros y solitarios. Las calles, las calles, lo tengo claro, son el cuerpo por el que circula la vida y es la ciudadanía, en fin, el corazón palpitante de la ciudad.
Últimamente me llama la atención que el máximo galardón que otorgan, la Medalla de Oro en mi ciudad, se concede a imágenes de culto. No deja de ser una paradoja que a todo un rey de los cielos o a una Virgen se le otorgue una simple y mundana medalla de oro, que parece muy poca cosa por buena intención que se tenga. Lo más triste es que revela que no somos capaces de reconocer a algún ciudadano que lo merezca. Imagino la concesión de la Medalla de Oro de la ciudad al patriarca Manuel Morao, al tenor Ismael Jordi, al poeta José Mateos. A título póstumo al doctor don José Ibáñez, a Rafael de Paula; al corazón palpitante de mi ciudad.
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