
Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Escribir para quién
El mundo de ayer
En cierto modo, uno de los primeros predecesores de las modernas vacunas fue el rey de un reino asiático, hace miles de años. Su nombre era Mitrídates, y dominaba sobre el Ponto, cuyas tierras ocuparon en su auge el norte de Anatolia y las costas del Mar Negro. Durante décadas fue la némesis de los romanos. Era un líder brillante, de quien se decía que hablaba con fluidez todos los idiomas de sus muchos vasallos.
Mitrídates, tal vez no tan famoso como otros personajes de la antigüedad pero lo suficientemente conocido como para que Mozart le dedicara una ópera, ha dado hasta una palabra a nuestro diccionario: mitridatismo. La historia de esta palabra es fruto de la violencia y la sospecha. Mitrídates, que accedió al poder después de detener y encerrar en prisión a su madre y a su hermano, era el blanco de muchos intentos de asesinato. Así que decidió hacerse inmune a los posibles envenenamientos exponiéndose él mismo a todo tipo de venenos.
Durante años, con la ayuda de asistentes, médicos y mercachifles, probó todo tipo de triacas, esas pociones que los antiguos usaban como antídotos contra los animales venenosos. Aquella a la que él recurrió, llamada mitridato, era una alambicada mezcla de ingredientes y proporciones: balsamita, saxifraga, junco y opopónaco, nardo y ruibarbo, jengibre y canela. Finalmente, y tras macerarlo todo en miel, según Aulio Cornelio Celso, que es quien nos legó la receta, “una porción de una almendra se disuelve en vino”. Cuando Pompeyo, en la batalla final entre los dos ejércitos, derrotó a Mitrídates, el rey del ponto bebió un veneno reservado para ese momento. Pero el mitridato era efectivo y el veneno no hizo efecto, así que uno de sus oficiales, siguiendo sus órdenes, lo mató con su espada.
Pienso estos días en que alguien, de forma insidiosa, nos ha hecho ingerir a todos ligeras cantidades de un extraño mitridato. El fármaco ha entrado en nuestros organismos por las bocas, pero también por los ojos y por las orejas. Como el cangrejo que nada en una olla de agua fría y no percibe cómo el agua va subiendo de temperatura hasta hervir y matarlo, parecemos haber llegado a un estado de imperturbabilidad en el que las vidas de los inocentes nos son indiferentes, por muchos de sus crueles destinos que leamos y veamos.
Ya son 60.000 los muertos en Gaza. Muertos por bombas, muertos por disparos de soldados y colonos, muertos de hambre. Estamos empezando a ver fotos de niños con los huesos marcados, con las vértebras corriendo como canicas por el arco de sus espaldas.
¿A qué nos han llevado estas imágenes? A seguir considerando que estos muertos, y los camiones llenos de comida y parados en las fronteras, y los muros, y las ocupaciones, y la destrucción, son como fenómenos meteorológicos inevitables, sequías que agostan la tierra ante nuestros ojos. Venenos que deberían matarnos, pero nos hacen cosquillas. Necesitamos un antídoto contra el antídoto, recuperar nuestra humanidad, recuperar nuestro dolor ante el innecesario e insoportable dolor de los demás.
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