Alberto Núñez Seoane

¿En qué momento?

Tierra de nadie

16 de junio 2025 - 03:12

Es algo que siempre me ha inquietado…y mucho. Si estás con un niño de cinco años y le preguntas sobre cualquier cosa, te responderá lo que sepa, no se detiene a pensar sobre qué decir o qué callar, no se preocupa de averiguar si lo que te cuenta va a gustarte o no, si va a ser un problema para quien tenga relación con lo que te dice, o no, simplemente te lo dice.

A este modo de proceder, los que nos tenemos por adultos, solemos calificarlo como ‘ingenuidad’ ¿Pero es así?, ¿realmente son ingenuos los niños pequeños al decir lo que saben o piensan?, ¿son ingenuos o son sinceros?, porque de tratarse de esto último, lo que estaríamos estableciendo sería que cuando dejamos de ser esos niños pequeños, dejamos también de ser sinceros -no ingenuos- para transformarnos en mentirosos.

Los niños van creciendo, los vamos educando -o eso es lo que decimos-; van aprendiendo: a leer y escribir, a comportarse -o al menos a qué parezca que lo hacen-, a no llorar… demasiado y cuando a sus papás les molesta que lo hagan, a no gritar en exceso y fuera del habitual contexto en que sus mayores berrean y gritan…, a callar… para que no les riñan, a esconderse… para que no les vean hacer lo que antes hacían sin esconderse; van también asumiendo el mundo al que terminarán por entrar -el suyo es otro bien distinto al que les tenemos preparado… y les espera-; percatándose de que si les dicen que ‘está bien’ es que está ‘bien’, y se puede hacer, si no es que está ‘mal’, y no se puede hacer, sin que, en demasiadas ocasiones, lo que se admite que ‘está bien’ tenga muy poco, o nada, que ver con lo que la ética, no desvirtuada ni corrompida, reconoce por Bien; van, los niños, adaptándose a lo que jamás deberían de acomodarse, como único medio para tener una opción razonable de no perecer ahogados en las tempestades en las que los adultos, que nos pensamos pero no somos, convertimos las vidas de los niños, que acabaran siendo adultos tan nefastos como los que fueron sus patéticos maestros, de los que aprendieron lo que nunca debieron haberles enseñado, y, es lo más triste, a dejar de ser los niños que fueron y no debieron dejar de ser.

Veo la evolución desde el niño, que todos fuimos, hasta lo que tildamos de ‘mayor’, que todos somos -y, si lo somos, será porque crecemos… en estatura, y también en ‘anchura’, pero en lo que se refiere a madurez, pues me disculparán si les digo que lo que sucede, con un aterrador número de humanos ejemplares, es justamente lo contrario-, como una tragedia, no ‘griega’, sino peor, pues se trata de un cataclismo evitable. Claro que para eludirlo e impedir que fuera, para no repetir el ciclo, mediocre y mezquino, al que sometemos nuestras vidas, tendríamos que estar dispuestos a sacrificar lo necesario para cambiarlas, a usar los medios de los que todos, en más o en menos, pero todos, disponemos para hacer valer nuestra valía -valga la anhelada redundancia-, a arriesgar lo que fuese menester por alcanzar lo que siempre es menester. Sin embargo, la realidad es muy otra, y así, las consecuencias las soportamos nosotros y las pagan, a un precio tan desmesurado como inimaginable, los niños, esos niños que, de mayores, no deberían ser como nosotros somos.

El mundo sería, entonces, un lugar mejor en el que vivir; las personas no seríamos tan poco humanas cómo lo somos ahora; los niños no dejarían de albergar, en sus almas y en sus mentes, la hermosa ‘ingenuidad’ -¿de veras se trata de ‘ingenuidad’- que les hace fácil decir lo que piensan, sencillo contar lo que vieron, natural el llanto, franco y sin reticencia el desagrado, limpio el mirar, desinteresado el escuchar, de hacer patente y no hipócrita lo incómodo de la incomodidad; los mayores que llegarían entonces a ser, superarían tanta bajeza como nos asfixia, semejantes avalanchas de la ruindad que nos agobia, las toneladas de cinismo que nos caracterizan, las ingentes barbaridades de deslealtad que nos condicionan, las monstruosas incoherencias, falsedades, insensateces y traiciones que nos determinan. Sería, sí, un mundo diferente, un mundo de niños que no llegaron a ser los adultos que nosotros somos, un mundo mejor, sin duda, mucho mejor.

No sé en qué funesto y terrible momento, en que etapa del plácido transcurrir de la vida apacible de un niño, comienzan a hacer efecto las desastrosas ‘enseñanzas’ con las que pretendemos ‘educar’ sus espíritus llanos y limpios, cuando empiezan a cambiar las inocentes luces que encienden sus mentes, las bienintencionadas claridades que alumbran sus vidas, por las aciagas, tenebrosas y siniestras sombras en las que hemos enfangado nuestra condición de humanos; lo cierto y terrible y muy triste y aterrador también, es que así ocurre… porque así queremos, o dejamos, o consentimos -igual me da que me da lo mismo-, que suceda.

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