Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Jerez, 1964: la Academia, Pilar Paz Pasamar, Manuel Lora Tamayo y Antonio Añoveros
La joven estaba embarazada, de acuerdo con el desarrollo de la trama, parecía evidente que esto suponía una tragedia. Todas las sospechas recaían en una persona, pero… de repente, alguien entra en escena y, de manera inesperada, el asunto sufre un giro radical. La inquietante situación transmite toda la angustiosa tensión a los espectadores, que viven la escena desde la sala. En la pantalla se hace el silencio, las miradas de los actores hablan, y… ¡PIIIIIITTT, PIIIIIITTT, PIIIIIITTT!
¿ Qué pasó?, se preguntarán, al igual que lo hicimos los que estábamos cerca del imbécil, o la imbécil, propietario del teléfono móvil que emitió el mentecato y ensordecedor pitido. Y decimos lo de ‘imbécil’, no porque el aparatito sonase cuando no debía, pues a cualquiera se le puede olvidar desconectar el artilugio, a pesar de que a través de la pantalla se encargan de recordarlo, con suma claridad, al menos en dos ocasiones, sino por lo que, tras el inoportuno y desagradable sonido, sucedió.
La cretina, o el cretino, portador del virus inalámbrico, respondió, más ancho que largo, a la llamada, comenzando lo que sería un intercambio de chorradas improcedentes y, en cualquier caso y dado el sitio en el que estaba, fuera de lugar.
Si examinamos lo sucedido, la conclusión a la que llegamos hace temblar. No es de recibo entrar a una sala de cine, función de teatro, concierto, etc., con un teléfono móvil activado y dispuesto a dar la tabarra a todo hijo de vecino allí presente. A estos lugares se suele ir para disfrutar de la película, la actuación o la partitura por interpretar, lo que exige de una cierta concentración y dosis de aislamiento.
Puede darse el caso de que esperemos una llamada importante que, en la mayoría de los casos, se debería a motivos de salud o negocios. Si tenemos la desgraciada situación de esperar una llamada que despeje la angustia sobre la salud de algún ser querido, es obvio que no estamos en las condiciones adecuadas para acudir a un espectáculo como de los que aquí nos ocupamos. Si la llamada esperada se debiera a asuntos de trabajo o negocios, es también evidente que ninguno de los lugares descritos son los apropiados para tratar estas cuestiones. Si aun así, la importancia de la llamada fuese crucial, nos hallaríamos de nuevo en la primera situación: no estamos en las mejores condiciones para disfrutar del espectáculo, ¿entonces qué hacemos allí? Puede, también que alguien sostuviera que acude a estos lugares porque “voy al cine para olvidarme” de tal o cual drama, o “es que así se pasa el tiempo más deprisa”, o “no tenía nada mejor que hacer”. Suelen, éstas, ser personas que, aparte de remitirlos a la ‘tercera vía’, que luego veremos, ignoran que hay unos objetos muy útiles, que no muerden, ni hay que darles de comer, ni consumen luz, que además son muy baratos, y que, para colmo, nos pueden enseñar de casi todo: se llaman libros.
Vamos con la antes referida ‘tercera vía’, por desgracia, la más probable a la vez que frustrante, lastimosa y deplorable: existe algo menos conocido y usado que un libro, algo de lo que la mayoría carece, que hace posible, por ejemplo, que un imbécil, o una imbécil, se dedique a intercambiar memeces y obscenidades mentales en una sala de cine, despreciando la obra que ha ido a ‘ver’ y, lo que es mucho peor, ninguneando a todos los demás, pues no significamos nada para ellos, sencillamente porque sólo ellos cuentan para ellos.
Son, también, los vecinos que ponen la música a todo volumen, los morosos que, pudiendo hacerlo, no pagan la comunidad, son quien no respeta colas ni turnos, quien no cede su asiento a un anciano, a una mujer embarazada o a un impedido, los que mean por las esquinas, los que ‘hablan’ con el claxon, quien deja la botella de plástico y los restos de fruta en la playa, los que sacan sus perros a cagar por aceras y jardines, los que ‘argumentan’ insultando, son, ¡cómo no!, ‘los reyes del mambo’, los que hoy se imponen, los que no conocen la educación e ignoran los libros. Pues, ¡Válgame Dios!
Y esta, no otra, siempre muy apreciado lector, es la cuestión. Vivimos en una sociedad saturada de individuos maleducados, groseros y zafios, de enjambres de patanes zarrapastrosos, vulgares y rastreros. Da espanto pensar que estas son las personas que mañana -¿mañana, o están ya instalados?- desempañarán cargos, de máxima responsabilidad, gobierno y mando, en la política.
Educarlos es difícil, pues no quieren aprender. Enseñarles, complicado, creen que todo lo saben. Ninguno de ellos leerá estas líneas, ni el periódico del día ni el libro de la semana. No nos queda sino dar buen ejemplo a los pequeños, recuperar principios y valores, repudiar la ordinariez, aislar la mediocridad, avergonzar a los arteros, pendejos y mezquinos, discriminar a los mentecatos, palurdos y, por pura desidia y elección propia, ignorantes. Ya luego, si eso, qué también, seguimos hablando de los teléfonos móviles, pero hoy no, ¡mañana!
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