Tierra de nadie
Alberto Nuñez Seoane
Palabras que el viento no se lleva
ES tarde de domingo. Vengo de dar una última vuelta por la Feria del Libro y me dispongo a escribir un artículo que, desde hace meses, ronda por mi cabeza. Tal vez sean exageraciones mías, pero he tenido la sensación de ver a la gente triste, o más que triste, desocupada, mientras volvía a casa. Caí en la cuenta de que algo muy importante les faltaba: el fútbol. En la segunda mitad del siglo pasado quedó establecido que las tardes de domingo estaban hechas para el fútbol. Durante siglos la misa dominical era la excusa perfecta para pasear y lucir las mejores galas. Pero la fiebre piadosa ha dejado paso a otra manifestación que se ha convertido en una auténtica epidemia: el deporte de masas.
Antes de escribir suelo leer alguna cosa: un capítulo del libro que traiga entre manos, un poema, un artículo que me interese, un relato corto. Debe ser algo así como el precalentamiento en la banda que hacen los futbolistas antes de salir al terreno de juego. En esta ocasión, decido dar un repaso a los culturales del fin de semana y surge la sorpresa: tras la portada, me encuentro con un primer artículo que tiene el mismo título que yo pretendía dar al que iba a escribir: Los nuevos intelectuales. Lo leo con interés y pronto me doy cuenta de que no tiene nada que ver con el tema que yo pensaba desarrollar. Motivo más que suficiente para que decida mantener el título de mi escrito. El articulista en cuestión, ese que ha estado a punto de pisarme el tema que me quemaba por dentro desde hacía semanas, considera que los economistas se han adueñado del debate político y social, entrando a formar parte del circo mediático.
Estoy de acuerdo con este columnista en que el riesgo que trae consigo el hecho de que profesionales de la ciencia económica comiencen a estar presentes en los nuevos mentideros del debate social, esto es, en las tertulias y en las mesas de los comentaristas radiofónicos y televisivos, es el de convertirse en opinadores profesionales. Siempre me llamó la atención que determinados señores, llamémosles tertulianos por llamarles de alguna manera, se permitan el lujo de opinar de todo sin el más mínimo reparo. Y no sólo me sorprenden por hacer uso del muy justo derecho a opinar, sino por la forma en que lo hacen: pontificando, hablando permanentemente ex cátedra de lo divino y de lo humano, del más acá y del más allá, de lo que conocen y, lo que es peor, de lo que ignoran. Desconozco si el arte de la tertulia forma parte de los planes de estudio, pero debería haber alguna asignatura dedicada a esta nueva disciplina que, por lo que se ve, goza de los beneplácitos de la audiencia, ya sea de canales públicos o privados.
La opinión de los intelectuales siempre ha sido interesante para el resto de la población. A ellos teníamos acceso conociendo sus obras o a través de entrevistas, reportajes y artículos de prensa. Eran de peso los comentarios de un novelista reconocido, de un poeta admirado, de un científico deslumbrante. No digamos de un filósofo acreditado o de un historiador prestigioso. Esos eran los denominados intelectuales, los líderes de opinión, los que enseñaban a pensar al resto de los mortales. Si a ellos se suman los economistas, bienvenidos sean. Mientras más amplio sea el espectro de los sabios, más valioso será el resultado.
El problema no es que se abra el abanico de los opinadores profesionales, sino que son ya muchos los que opinan mucho de muchas cosas. Es frecuente asistir a debates en los que los gurús mediáticos juzgan todo tipo de temas y situaciones dejando entrever que no los dominan, pero no por ello dejan de opinar. Ellos dirán que para eso le pagan y que mientras cobren seguirán dando su opinión, eso sí, a favor del que paga.
Y ésa es la cuestión: los tertulianos -no todos, claro- no discuten en el sentido noble de la palabra, no opinan dentro de una libertad de pensamiento, sino que defienden unos postulados preestablecidos y unas ideas preconcebidas, en favor de unos posicionamientos definidos por los que saben que son llamados al debate y por los que cobran. Si se salen del guión, es probable que dejen de ser llamados. Cada uno en su papel, como en la Comedia dell'Arte. A Colombina, Arlequín y compañía, parece ser que se les suma un nuevo personaje: el economista.
No era éste el tema que pensaba desarrollar en el presente artículo, pero quiero dar las gracias a quien por unas horas me ha pisado el título, porque con ello me lo ha dado prácticamente hecho. ¿Quiénes son para mí los nuevos intelectuales? Terminaré como Baltasar del Alcázar en La cena jocosa:… las once dan, yo me acuesto, quédese para mañana.
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