Pensar en lo que piensan

Pensar en lo que piensan
Pensar en lo que piensan

20 de octubre 2025 - 10:43

ZENÓN de Citio -no debemos confundirlo con Zenón de Elea-, fue un filósofo nacido en el 334 a.C., considerado como el padre de la doctrina estoica.

Ya en aquellos lejanos tiempos, este pensador nos decía que el ser virtuoso, único medio para alcanzar la cuota de felicidad que nos es asequible, consiste en vivir de acuerdo a la

naturaleza y ser capaz de dominar las pasiones cuando estas nos arrastran sin control. El ansia de bienes, riquezas y honores nos aleja, aunque casi siempre creamos que ocurre lo contrario, de la felicidad a la que tenemos acceso, y también, si no lo echamos a perder, derecho.

Así mismo, a éste filósofo debemos la ley de causa y efecto. Una ley universal que se aplica tanto a la física como a la psicología. Establece que por cada acción, o causa, hay siempre una reacción, o efecto. De aquí surge eso que hemos escuchado tantas veces: “las cosas siempre pasan por algo”. Y, a poco que reflexionemos sobre el enunciado de esta ley, que, en nuestra opinión, jamás deja de cumplirse, deduciremos que si pretendemos obtener los resultados que deseamos, hemos de actuar sobre las causas adecuadas, es decir: las que han provocado, o van a provocar, los efectos que nos afectan o nos van a afectar.

Ciñéndonos a algo más pragmático, no obstante íntimamente relacionado con lo que acabamos de escribir, pues nunca está de más dedicar tiempo a pensar en asuntos cotidianos que a la postre son los que amargan o endulzan nuestro día a día, nos daremos perfecta cuenta de lo mucho que nos importa lo que los demás piensan de nosotros y la casi siempre nefasta influencia que este hecho tienen en nuestro diario acontecer.

Negarlo sería absurdo. A unos les importa más y a otros menos, pero a todos afecta. No obstante, en realidad no se trata de lo que otros piensen respecto a nosotros, pues lo que en verdad piensan no lo sabremos nunca, más bien se trata de lo que esos otros dicen a otros sobre nosotros. Si se detienen a meditar sobre esto, es tan ridículo que les dará risa. Si a usted, amable lector, un borracho, al borde de la inconsciencia, le insulta cuando se cruza con él por la calle, ¿le molesta, le importa siquiera un poco?

Seguro que no: se trata de un desconocido, que a usted tampoco conoce, por completo embriagado e irresponsable de lo que dice o hace. Usted, sencillamente, seguirá su camino, tal vez pensando: «pobre hombre», si acaso preguntándose que desgracia ha llevado a aquella persona hasta la lamentable situación en la que se encuentra. Pues exactamente del mismo modo deberíamos reaccionar ante rumores, correveidiles, chismes, o cotilleos.

Quien los escucha es imbécil, quien los repite, estúpido, quien los cree necio. Pero el asunto que hoy nos ocupa, tiene más intríngulis que el que en principio pudiera parecer. Nos agobiamos por que han dicho de nosotros esto o lo otro, nos enfadamos por lo que nos dicen que dijeron, nos preocupamos, ¡incluso nos asustamos!, al dar crédito a habladurías de las que no sabemos su procedencia, ignoramos si es verdad lo que oímos o se ha manipulado «por el camino», desconocemos la intención de quien les dio pábulo, del que las escuchó y de quien las propagó. Que esto le ocurra a un niño … ¡pase!, pero a una persona curtida, hecha y derecha, con experiencia a sus espaladas y muchos desengaños en el morral …

Y lo más chocante está aún por venir. En realidad no es lo que hasta nosotros llega de lo que de nosotros dijeron, lo que nos descoloca, sino la importancia que le damos a esa información, pues si no le diéramos el valor que no tiene, en poco o en nada nos perturbaría. Sin embargo, sin conocer orígenes ni motivos, ni las bocas ni los oídos por los que ha circulado, ni las, casi seguro, aviesas intenciones de los más de los que las transmitieron, les conferimos una transcendencia absurda, tan fuera de la lógica y tan carente de razón, que lo único que sacamos en claro es que somos casi tan estúpidos como los chismosos maledicentes profesionales del cotilleo, sin nada mejor en lo que perder su tiempo.

Sí, también lo advirtió Zenón de Citio hace ya 24 siglos: «Las opiniones de los demás no son lo que nos afecta, sino el valor que les damos». Por lo visto, no ha servido de nada.

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