La ciudad y los días
Carlos Colón
Ministra fan, oposición Bartolo
Monticello
A la profesora Sabrina Rivero
SALVADOR Dalí era ya acólito del ácido desoxirribonucleico antes de que se descubriera su estructura, pero cuando esto ocurrió, quedó para él demostrada la existencia de Dios. Así se lo hizo saber a James D. Watson, uno de los adivinos de la doble hélice, durante una cena en el hotel Sant Regis, de Nueva York. Sin embargo, para Watson, la deducción de Dalí era errónea pues, con el ADN desvelado, en su opinión, ya no hacía falta Dios. La anécdota, que por sus protagonistas puede parecer excepcional, en el fondo describe una sensación que a todos nos ha sido común. Pensar, ante la contemplación de la belleza, de la armonía, o frente al rostro amado, o bien que Dios existe o bien que Él no hace falta. El emperador Adriano llamaba a este trance, durante el cual el hombre se demuestra capaz de comprender la felicidad infinita, un momento de eternidad. El propio Einstein en una carta de juventud a su esposa Mileva, se sorprendía de cómo la estructura del cerebro nos permitía comprender la dicha eterna y, en cambio, el hacernos composición de lugar de la infinitud del espacio, escapaba de nuestras posibilidades cognitivas, aunque no del todo de las suyas. Cuento todo esto porque, hace unos días, pudimos observar las primeras imágenes captadas por el telescopio Webb. Galaxias antiguas estiradas por el tiempo, vapor de agua circundando exoplanetas, implosiones de estrellas y polvo espacial. La historia de aquello que hace 13.800 millones de años surgió de la oscuridad, en suma. Lo cierto es que no es muy distinto el cromatismo azaroso ni la geometría onírica de estas imágenes espaciales de aquella que presenta el propio mundo celular. Tampoco difiere el grado de su hermosura, como si lo microscópico y lo macroscópico se fundieran en similar misterio. Una de las responsables del proyecto, la doctora Straughn, ha explicado esa coincidencia con una frase insuperable: estamos hechos del mismo material que este paisaje. En el año 1954, al poco de publicarse el trabajo de Watson y Crick sobre la estructura del ADN y en pleno desarrollo de la física nuclear, Salvador Dalí pintaba su Maxima velocidad de la Madona de Rafael, un lienzo donde el mundo molecular y la astrofísica se unen en el juego de la divina -y cristiana- proporción mariana. Y digo yo, quién al ver las imágenes del telescopio Webb no se ha dicho a sí mismo: La madre que nos parió.
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