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El fiscal general ha sido procesado y condenado. Las reacciones al fallo, mientras desconocemos la sentencia, invitan a recordar ciertas premisas básicas. Todos los poderes del Estado están sujetos a responsabilidad y todos son fiscalizables por la opinión pública. Esto incluye, claro, al poder judicial. La publicidad de las actuaciones judiciales satisface la seguridad jurídica pero es también requisito para que la comunidad política pueda juzgar el funcionamiento de la justicia. El que se produzca este escrutinio crítico no cuestiona al poder judicial sino lo contrario, es un presupuesto de su credibilidad en una sociedad democrática. En un proceso inédito como el sustanciado contra el fiscal general, en el que ha habido serias discrepancias dentro del propio Tribunal y dudas, tras el juicio oral, en torno a la tipicidad de los hechos o su autoría, generando una sensación de inseguridad en ciertos sectores, este escrutinio es imprescindible. Así, si los juicios hiperbólicos contra el fallo sin leer la sentencia son patológicos, también resulta un sinsentido jalear a ciegas la infalibilidad de ésta, como si la verdad judicial cerrara toda discusión jurídica. Ser, por razones políticas, cortesanos del Tribunal Supremo, desmerece al órgano y a su imagen de imparcialidad. En El espíritu de las leyes, Montesquieu califica la facultad de juzgar, como “tan terrible en manos de los hombres… que ha de ser invisible, nula”. Desde esta premisa la función de juzgar no recaía, dentro de su teoría política, en un cuerpo profesional sino en los propios ciudadanos. La realidad ha demostrado que esta opción es imposible. Necesitamos jueces con auctoritas técnica e inamovibles, lo cual no significa que dicha auctoritas los exima de escrutinio, precisamente porque la naturaleza de la facultad que desempeñan no deja de ser terrible en potencia. Ahora bien, este control crítico no puede confundirse con un cuestionamiento de la legitimidad del órgano juzgador. Discrepar de una sentencia significa asumir que los jueces pueden equivocarse, incluso de forma muy grave, pero no que lo hacen desde una infame falta de imparcialidad. En todo caso, cuando es un ministro del Gobierno quien cuestiona abiertamente esta imparcialidad, como hemos visto, con relación al Tribunal Supremo, nos encontramos ante una deslealtad a la separación de poderes temeraria para el equilibrio constitucional. No es competencia del ejecutivo juzgar a los jueces. Cuando este poder abandona el dominio del lenguaje que le es propio puede derivar también en un poder terrible.
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