El tiempo divino

Cuerda Desatada

07 de agosto 2025 - 03:05

Recuerdan, seguro, cuando el verano duraba por siempre. Esas noches de bochorno, sin nada remotamente parecido al aire acondicionado, en las que el tiempo se alargaba y se pegaba, como chicle. Un agosto amniótico, en el que se flotaba en una nada sin principio ni fin. Nunca el tiempo ha sido, a la vez, tan pesado y tan relativo.

Siendo una de esas personas a las que aplastan, a partes iguales, el calor y la gente, nunca he sentido mucho aprecio por estos meses. La vida y su arrastre, desde luego, me han hecho replantearme la cuestión. Es difícil no hacerlo si tienes niños cerca y los ves mirando el calendario con revancha existencialista conforme se acerca junio, aunque ellos no tengan ni idea de lo que es el existencialismo, ni de la escala temporal, ni de la misma Juno. Tan pequeños y tan esclavos.

Y, de repente, llega la estación más poderosa, la de semanas sin días, llena de manualidades de peces y pulpos, de colecciones de conchas, de piel salada y descascarillada, de ojos que guiñan a un sol que parece que nunca se irá, porque este es el tiempo inamovible, el tiempo de los olímpicos, ese que da igual, que podemos derrochar, que se va entre los dedos, entre churretes de helado y el sudor cansado de la siesta.

La repetición, esa sucesión de días calcados, de playa, luz de mar, ducha, paseo, plaza, juego, campamento, pizza, amigos –todo en ritmo de caleidoscopio–, nos hace creer que es cierto, que esa es ya la rueda definitiva, la rueda que nos gusta. Y que todo lo demás –el despertador, la rutina, la agenda, la colección de lápices afilados que nos aguarda con disciplina militar– no llegará nunca. Nos hemos zafado. Resistimos con nuestro fuerte de castillos de arena y chillidos de vencejo.

La época de las sandalias y de andar descalzo. El momento de escapar y de hacernos fotos en otros escenarios, como quien cambia el filtro de fondo, unos gemelos monocigóticos que nos mirarán desde otra realidad, asombrados, lisérgicos, aturullados. Esos otros que se quedarán flotando en alguna nada límbica, papilla de servidor, y a los que quizá nunca rescataremos. Pero existen. Existieron.

Al igual que existió ese tiempo río, esos días que fueron eternos e iguales, pero llenos de destellos. Por eso el verano es la estación de los dioses: un auténtico agujero de gusano con el que hemos perforado la realidad y al que saltar cuando queramos, en cualquier momento, para escapar de la grisedad. Y probar a ser, también, inmortales.

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