Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La vía es (por ahora) andaluza
Pocas cosas más subjetivas que ella, la suerte. Todos la queremos -a la buena, claro- pero no tenemos medio fiable de lograrla, queda fuera de nuestro alcance, al menos no depende de la voluntad que pongamos en encontrarla; es cierto que hay mayor probabilidad de dar con ella si la buscamos, al menos eso es lo que se dice, aunque en muchos casos el empeño que dediquemos a éste menester no encuentra la satisfacción esperada. Y es que no hay regla proporcional que relacione la insistencia en conseguirla con la posibilidad de hallarla, y esto nos desespera.
Hija primogénita de lo inesperado, prima hermana de lo súbito y repentino, la suerte se nos muestra como asequible, sin embargo nos esconde, con ahínco que no podemos superar, el camino que nos asegure como llegar a hacerla nuestra.
Si la tuviésemos por imposible, se quedaría en un sueño, formaría parte del mundo de fantasía -que todos tenemos- en el que nunca sabremos con certeza si tendremos la oportunidad de vivir. Pero lo que sí sabemos es que no es un ideal imposible, pues en más o en menos todos la hemos conocido, hemos podido disfrutar de su presencia y complacernos con su amable y siempre deseada compañía y comprobamos, también, como ella convive con nuestros semejantes, lo que nos alegra si son personas a las que queremos, y nos alegra menos, incluso nos disgusta, si decide recalar cerca de los que repudiamos. Nada conseguiremos con nuestro beneplácito, que a ella no le importa en absoluto, o con nuestra reconvención, algo que la trae por completo al pairo: es caprichosa, no se ciñe a protocolo alguno ni respeta méritos o deméritos, ni se ajusta a parámetros por los que nos sea factible averiguar cerca de quién reposará en su próxima visita.
La esencia de la suerte, lo que ella es en sí misma, nos es desconocida. No existe la suerte absoluta, es decir, no hay una circunstancia, a la que conozcamos como de buena suerte, que lo sea en todo momento y para todas las gentes; de ahí lo subjetivo, que afirmamos, de su “ser”. Lo que para unos sería un golpe de fortuna, para otros supone una desgracia; lo que en un momento determinado significaría una bendición, en otro caso representaría maldición.
Si ponemos como ejemplo un hecho comúnmente aceptado como de buena suerte: que toque la lotería, y nos detenemos a pensar en lo que puede suceder una vez haber sido agraciados por la sonrisa de la diosa fortuna, veremos que la pretendida buena suerte puede transformarse en nefasta realidad, es decir, lo que nos llegó como regalo favorable del destino acabó por procurarnos la desgracia. No sería la primera ni será la última vez, que alguien agraciado con mucho dinero lo malgaste en adquirir lujos que no le hacen falta para nada, lo pierde en el juego descontrolado y enfermizo, o lo derroche de una de las muchas estúpidas maneras que existen dilapidar fortunas. Cuando esto sucede, el sufridor voluntario -puesto que fue él quien tomo las decisiones-, conocerá la cara más amarga de la pobreza: la del que habiéndola vivido, la ha abandonado después, y obligado regresa luego a ella. Vemos pues que no todo lo que llega como buena suerte termina necesariamente por ser bueno, beneficioso, positivo, provechoso o favorable para el que parecía agraciado.
Del mismo modo, no todo lo que parece nefasto acaba por serlo: imaginen que caemos por una escalera y nos damos un golpe fuerte en la cabeza; nos llevan al hospital, nos hacen exámenes, pruebas … El golpe en sí no reviste mayor importancia, sin embargo en los análisis realizados detectaron una grave dolencia que, no obstante, se encuentra en su primera fase, gracias a lo cual tiene curación definitiva y permanente: la mala suerte de habernos caído por la escalera terminó por salvarnos la vida.
Pero lo subjetivo de la suerte no se limita a que no siempre lo que parece es lo que resulta; ocurre, también, que lo que para unos es buena fortuna, para otros lo es mala, y viceversa. Que caiga un determinado tema en un examen, es bueno para quien lo haya preparado a conciencia, pero malo para el que no le haya dedicado la suficiente atención. El destino para un puesto de trabajo puede ser el peor para quien no le guste, o el mejor para quien esté deseando conocer el lugar. Y así sucede en un incontable número de casos, situaciones, alternativas, escenarios, circunstancias o disyuntivas.
La evidente moraleja de esta escueta reflexión, no es otra que la que nos aconseja no depender de la suerte para nada que consideremos de importancia.
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