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Azoteas de una vida. La de Tánger, desde la que se veía descender la ciudad blanca hasta que la abrazaba la bahía azul con el largo brazo del hoy antiguo puerto. La de Regina, larga y estrecha según la curiosa planta acentuadamente rectangular que diseñó Juan Talavera en 1919, con la larga hilera de lavaderos con puertas que algún día estuvieron pintadas de verde, agrietadas y decoloradas como piel de tortuga por años de sol y lluvias. La de la barreduela de la plaza de Alianza, horizonte desigual de azoteas y torreones que parecían dejados caer caprichosamente unos sobre otros, la Giralda emergiendo tras geranios, jaramagos, palomares y ropa tendida como si brotara del caserío. La de Mateos Gago, conventual, casi al alcance de la mano la espadaña de la Encarnación, frontera entre el recogimiento de la plazuela de Santa Marta y la monumentalidad de la plaza de la Virgen de los Reyes.
La actual, panorámica de torres que va desde la turris fortissima nomen Domini, de la que Hernán Ruiz el Joven pudo decir al Cabildo de la Catedral lo que los padrinos decían a la madre cuando volvían del bautizo: “moro me lo entregaste, cristiano te lo devuelvo”, hasta mi tan querida torre de San Pedro, notaria de los recuerdos míos y de los míos, con las de los Filipenses –el sonido más puro de campana que conozco– y San Isidoro, más la cúpula del Salvador, entre ellas, trenzando estilos y siglos desde la cristianización en el siglo XVI de la torre almohade del XII, al barroco filipense del XVIII y el mudéjar petrino del XV.
Desde ella veo estos días la heroica, martirial resistencia de las torres, las cúpulas y las espadañas al fuego inclemente que cae sobre ellas, brillantes los azulejos, enfebrecidas las tejas, golpeadas por el sol las veletas y adornos de metal como hierro moldeado en un yunque. E imagino como baja la luz, remansándose hasta hacerse un cálido claroscuro, al interior de los templos cerrados, dejando entrever en uno el gesto, tan cariñoso, del San José de Cristóbal Ramos acariciando con su mejilla el rostro del Niño y el altar de la Virgen del Perpetuo Socorro; y en los otros al Amor y a Pasión, media luz y verde de naranjos envolviéndolo; al Señor de las Tres Caídas y la Virgen de la Salud, y al Cristo de Burgos. Esperando, todos, con divina paciencia.
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