Editorial
La voz de León XIV
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Una vez más, y ya se ha perdido la cuenta del número de veces que ha ocurrido, el servicio de tren de alta velocidad entre Andalucía y Madrid ha colapsado y ha dejado tirados a decenas de miles de viajeros. Sea por averías puntuales, por obras de mejora que nunca terminan, por sabotajes de origen incierto o por situaciones sobrevenidas, como el apagón nacional de la semana pasada, lo cierto es que la calidad del servicio ferroviario entre la capital del Estado y el sur de la Península arroja un pésimo nivel para desesperación de sus usuarios, que han visto como se ha deteriorado en un tiempo relativamente breve lo que era considerado uno de los símbolos de la modernidad de España. Lo ocurrido durante la noche del domingo y toda la jornada del lunes entra de lleno en el terreno de los despropósitos. Según la información oficial, el robo de cable de cobre de forma simultánea en varios puntos de la provincia de Toledo provocó la caída total del servicio, a lo que se unió una rotura de catenaria provocada por un tren del operador privado Iryo. Que dos incidencias de estas características sean capaces de provocar el caos que se ha vivido pone de relieve dos circunstancias alarmantes: una infraestructura básica en las comunicaciones del país no cuenta con los servicios de vigilancia y protección necesarios y, además, el mantenimiento de sus sistemas críticos es enormemente deficiente. La conclusión no puede ser más clara: el AVE, entendiendo en esta denominación la totalidad del servicio, ha dejado de funcionar, especialmente en lo que respecta a Andalucía. Las responsabilidades hay que buscarlas en el Ministerio de Transportes, del que dependen tanto la sociedad administradora de la infraestructura, Adif, como la principal operadora de la red, Renfe. La comunicación de alta velocidad se ha convertido en un problema, cuya solución parece que nadie está dispuesto a abordar.
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