Sherryzanías: esa aventura que durará mil años

Álvaro García de Luján Sánchez de Puerta (Licenciado en Historia y articulista)

11 de marzo 2025 - 13:04

Nada más llegar a Jerez de la Frontera en un Renault Fuego alquilado segunda mano tres plazas, eso sí, por la carretera de El Cuervo -soy algo sentimental y, además, había que despistar a la pasma- el objetivo no era otro que conseguir una pequeña entrevista con el misterioso y esquivo autor de las Sherryzanías del Diario de Jerez. Una hora antes, por el radio-casete del coche alquilado, camino de Jerez, atravesando la SE-30 de Sevilla, sonaba Carolina Durante.

Semanas antes, había oído campanas. Entre chivatazos a cambio de cien pavos la pieza y correos anónimos, había conseguido un par de someras pistas, rastros de otro tiempo, que bien podían llevarme a un buen fin o al mayor de los inútiles fracasos en esta búsqueda. Tres semanas antes, digo, le había perdido la pista en la calle Echegaray de Madrid: en el único lugar del mundo -como si eso fuera fácil- donde solo sirven vino de Jerez llamado La Venencia. Según me informaron, en su mítica barra de madera con garabatos de cuentas en tiza, Él había estado allí tan solo dos días antes. Hubiera pasado mil vidas allí. Pero tuve que continuar la búsqueda. ¿Dónde demonios estará? Pareciera que Él, hiciera lo que hiciera, siempre me llevaba una ventaja de siglos.

Semanas antes, el Diario de Jerez me había encargado su búsqueda. Una sencilla entrevista. Dijeron. Porque hablo del mítico autor de las Sherryzanías.

Aproveché, claro, en aquellas circunstancias, para beber dos vasos de vino entre parroquianos castizos y guiris felices y casquivanas en La Venencia. ¿Seguiría él en Madrid? ¿Tal vez en el Bar Harry´s de Venecia? ¿En la taberna El Gallo de Córdoba? ¿Quizás en Estambul? ¿Moscú? ¿Paseando por sus mil Londres? Quién sabe. Todo podía ser.

Sé que no podía estar tomando un jerez en el Bar Balmoral de Madrid; cerró hace tiempo. Como también sé que Él podría estar -algo me decía que así pudiera ser- en cualquier lugar del mundo donde sirvieran un jerez bien frío -casi helado-. Aún así, me la jugué -aunque hubiera deseado beber una copa con Él en la barra del Harry´s- y tiré para la campiña jerezana: todas las pistas desembocaban hacia allí. Así que eso hice.

Era media mañana cuando llegué a la ciudad y atravesé las avenidas del extrarradio con el coche alquilado. Jerez, demonios, aquel mediodía, resplandecía como nunca. Nada más aparcar el renault en un párquin céntrico, dirigí mis pasos hacia el lugar que me habían soplado mis contactos, en la calle Larga. Va, tío, no me claves. Que soy medio de aquí. Dije a un tabernero tras pedir, de camino, un amontillado en un bar. El notas. Ni que yo no fuera medio de aquí.

Tras esa primera parada me dirigí a La Moderna. Según mis informaciones, quizás fuera posible encontrarlo, a Él, allí disfrutando de una tostada de manteca colorá y café con leche en caña en la barra. Intentaba desentrañar alguna luz en todo este misterio entorno al autor de las Sherryzanías y su figura. Según escuché, él envió un millón de jereces por medio Mundo durante un par de décadas -fue su oficio- como si aquello fuera fácil. Y, lo mejor, fue que se lo calló.

Me había empapado todas sus Sherryzanías publicadas en el Diario de Jerez escritas durante décadas desde ya un lejano octubre de 2007. Las Sherryzanías son como pequeños y bellos haikus que destripan la historia y el mundo que rodean al vino de Jerez. Y fue en una de ellas donde descubrí que un sabio y escritor húngaro llamado Béla Hamvas escribió un tratado llamado “Filosofía del vino” en el que nos muestra genialidades y certezas como que “la ebriedad no es otra cosa que la vida iluminada”.

Según el autor húngaro -y un puñado de resistentes como el que aquí les escribe- el vino es una bebida espiritual y en cada vino habita un ángel, o que beber es el pariente más cercano del amor. Por no hablar de su disección metafísica en la que defiende que el día del vino es el sábado, su planeta Saturno, su color el negro, su metal el plomo, su nota musical el SI y su número el tres. Si lo dice el bueno de Hamvas es porque es así. Y no rechisten. Va a misa.

Hay una sola ley para beber: en cualquier momento, en cualquier lugar, de cualquier manera. Para una época seria, para una persona seria y para un pueblo serio. Al vino no le gusta la línea recta.

Existen países del vino y países del aguardiente, y existen pueblos del vino y pueblos del aguardiente. Los pueblos del vino son geniales. Porque los grandes pueblos del vino son los griegos, los dálmatas, los españoles, los etruscos, los italianos, los franceses y los húngaros. Todos son idílicos. Nadie lo podría haber dicho mejor.

Según leí en una Sherryzanía -superen eso- en enero de 1912, Robert Falcon Scott llegó al Polo Sur con cuatro compañeros más. Todos fallecieron en el viaje de regreso. La expedición organizada en su socorro encontró una botella de “Jerez Amontillado El Rey” de González Byass.

Y es que el vino de Jerez ya era exportado en la Baja Edad Media hacia lugares lejanos como Flandes, Italia o Inglaterra, pero es que un columnista y crítico de vinos del diario neoyorquino llamado Wall Street Journal -vale, quizá peque de anglófilo por una vez - llamado Letti Teage recomienda y proclama la “conversión en creyente del jerez, como yo”, o que el jerez año tras año arrase en ceremonias y congresos internacionales de vino con títulos como el mejor vino generoso del Mundo.

Sigamos con las Sherryzanías. En un pequeño pueblo crimeo de Massandra, al parecer, a muchos metros bajo el suelo, descansan varias botellas selladas con lacre que proceden de Jerez. Y no es otro que el jerez más antiguo y caro del Mundo, el Massandra Sherry 1775, en una de las mayores enotecas que se conocen.

Pero es que aún hay más. Gracias al jerez, Juan Sebastián Elcano -ese gran notas- que consiguió dar la vuelta al mundo, consideró sabiamente que el agua era una fuente inagotable de bacterias por lo que lo solucionó sustituyéndola con más litros de jerez que el número de armas que llevaba en el buque. Si les dijera que el geógrafo Estrabón menciona en su “Geografía” que fueron los fenicios los que introdujeron las vides en Jerez, alrededor del año 1100 a.C. se quedarían ojipláticos.

Eso viví, mientras leía las Sherryzanías bajo un flexo barato, en un escritorio de hotel de tercera en el centro de Jerez, junto a una botella de Fino Pavón casi helada, como este misterioso autor -según había leído- aconsejaba. De pronto, ya madrugada avanzada, alguien metió una nota bajo la puerta. “Lo encontrarás mañana viernes al mediodía en el Tabanquino”. Decía el papel.

A la mañana siguiente, según salía del hotel y mandaba al diablo al culpable de que el vino de Jerez aún no sea Patrimonio de la Humanidad, carajo, bebí un par de cafés por la calle Larga. El mediodía se hacía largo. Tibio y algo tímido, a eso de la una, metí la cabeza en el Tabanquino de la calle Ídolos número quince y pregunté a un caballero con pinta de gentleman acodado en la barra: ¿Es usted quizás el autor de las Sherryzanías? ¿El inigualable Manuel Fernández García-Figueras al que llevo persiguiendo toda una vida?

Y me respondió que sí.

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