La previa del Jueves Santo: La emoción que perdura

Imágenes de la Hermandad de la Oración en el Huerto
El palio de María Santísima de la Confortación, de la Oración en el Huerto. / Manuel Aranda
Bernardo Palomo

06 de abril 2023 - 03:25

Es, ya, Jueves Santo. Se atisban los esplendores de ese ocaso que se siente de gran belleza pero que hacen augurar el final de todo. Los sagrarios se abrirán; el Cuerpo se expondrá y la Luz que ilumina brillará para captar la emoción del verdadero espíritu, ese que debe guiar sin contrariar, ni desviar. Es Jueves Santo; un tiempo infinito que se iniciaba con la entrada del Prendimiento mientras los ecos de Amarguras teñían de belleza plástica la Plaza de las Angustias en once minutos de gloria junto a la sublime estela de la Amargura. Jueves Santo que continúa en mañana de prisas porque hay mucho; está Todo por llegar.

En Icovesa, lo nuevo va a hacer ver que la madurez es posible. Es el día de la Redención, ese camino salesiano que busca horizontes de grandeza. En Santo Domingo, otra justa redonda cuadratura en una Hermandad que escribe sublimes páginas de historia. A mí me cautivo. Fue la primera imagen de un Cristo doliente que vi cuando llegué a Jerez hace casi cincuenta años. La Hermandad del Huerto ocupa un espacio de belleza silente. En todo hay perfección. Serenidad en la imagen de un Jesús dulce que ora; contención plástica en todo lo que encierra las cuatro esquinas de un paso de palio que es caja de nácar para guardar dos joyas de suma expectación.

Por San Juan de los Caballeros la quietud serena de la historia vieja se hace presente con el sabor inquietante de lo nuevo, aquel que no tiene ni tiempo ni edad. En la Vera Cruz las dimensiones declaran la infinitud de los espacios. Todo está ceñido a la justa perfección de lo que debe ser. Humildad y Paciencia retoma un tiempo ilustre en un Cristo paciente que espera. Ha sido protagonista en los previos vesperales. Augura esplendores marianos en formas artísticas que rompen esquemas consabidos.

En el Carmen, todo entra en un círculo donde anida lo trascendente. La Sagrada Lanzada es un tenue sonido que cautiva porque es, simplemente, una dulce melodía que rachea las líneas sublimes de lo perfecto. Y para que este jueves, el más Santo del año, no pierda un ápice de ese sentido de infinita altura en lo mínimo y en lo máximo, esa Hermandad que es sinónimo de trascendencia, que está pero que no se la oye; que organiza el misterio de lo imposible.

El Mayor Dolor, ese Dolor de Jerez que llega de la historia con la simetría de lo bello imponiendo su absoluta potestad. Porque la Virgen del Mayor Dolor patrocina la exactitud y la exuberancia, la justa expresión y el expresionismo que se expande. En Ella no hay término medio. Lo es todo. La difícil perfección de lo que ha desbordado sus límites; una lección mágica de sentido artístico que no se queda sólo en eso.

Pero el Jueves Santo es, además, la explosión de una ciudadanía que se viste de gala como no lo hace en ningún otro sitio. Es día de elegante transcurrir. Salvo los episodios de burdos descuadres que existen por mor de los desvaríos de este tiempo de marcado prosaísmo desvirtuante, la ciudad se reviste con formas que dejan sello de trascendencia legada. Es Jueves Santo y una norma no escrita dicta cánones actuantes. Llevarlos a cabo, o no, patrocina el sentido de la conciencia general. Allá cada cual.

Jueves Santo, también, de vísperas. Lubricán que cierra día de esplendores, de amores fraternos, de corazones -como los sagrarios- abiertos; jornada de impactos que anuncia una noche con un Jesús que trasciende, que lo va a poder todo; que se va a hacer con los límites de una ciudad anhelante. Vísperas de todo y de nada. Poque es todo lo que se va a vivir y nada lo que queda para que el ocaso imponga su nota de agonía. Mientras tanto, el Jueves y la Noche de Jesús se harán presentes en una ciudad que ha vuelto a conquistar sus encuadres más íntimos, que ha organizado sus espacios para que sea un escenario donde la trascendencia de lo que es eterno nos haga navegar por los mares de una espiritualidad que, pese, a la decadencia imperante, hace resurgir una emoción que perdura.

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