Tribuna de Opinión

Juan Luis Vega

El Teatro de los sueños

TUVE la inmensa suerte de almorzar en varias ocasiones con la extraordinaria soprano vasca Ainhoa Arteta. Ella adora a Jerez y a su Teatro Villamarta. En uno de aquellos encuentros, donde llegó a cantarle a su pequeña hija –que siempre la acompañaba– una ensoñadora nana que a todos nos sobrecogió, le comenté la emoción que me había trasmitido su interpretación del papel de la cortesana Violeta Valéry, de ‘La Traviata’, la noche anterior en el Villamarta; una sensación que no había sentido cuando, solo unos meses antes, ella había cantado la misma obra de Verdi en el soberbio y gigantesco escenario del Teatro Maestranza, de Sevilla. Y entonces me respondió; “Es que una ópera como ‘La Traviata’, tan dramática, tan maravillosa, debe representarse en teatros como el tuyo. ¿Sabes por qué? Porque hay que sentir la muerte de Violeta, oír la respiración y a ella tosiendo de tuberculosis. Lo pone el guión”. “Mira –continuó– ‘La Traviata’ se estrenó en La Fenice, de Venecia, que es un teatro más pequeño que el Villamarta. Los macro-teatros, como el de la capital andaluza o el Metropolitan neoyorquino, son para grandes producciones, como ‘Turandot’, de Puccini, o la ‘Aida’, de Verdi, que lleva caballos con cuadrigas, camellos y a veces hasta elefantes; pero estas piezas tan románticas tienen que estar muy cercanas al público y los cantantes, no creas, también tienen que oír el latido de la gente, su corazón, su palpitar. Prefiero tu teatro, que además tiene una excelente acústica”.

Lo mismo le escuché decir hace unos días al maestro de la guitarra flamenca jerezana, el gran Manuel Morao, que ha recorrido por ahí medio mundo y actuado en los mejores teatros de Europa y de casi toda América. ¡Casi ná!

“El flamenco –me decía– no está hecho para las grandes masas; necesita trasmitir, sentir cómo al público se le pone la carne de gallina cuando ve retorcerse, de dolor, a una bailaora por seguiriyas. O cuando llora, emocionándose, con el rasgueo inmenso, con el toque de una guitarra por soleá”. “El Villamarta es el teatro medio ideal porque sirve para el cante, pero también para los espectáculos de baile, porque sus tablas, que son como cuerdas de guitarra, suenan a fantasía con solo tocarlas y un leve suspiro se escucha, igual de bien, en el patio de butacas y en la once a la veintitrés, niño, en el gallinero”.

Y ahora, ese teatro, coqueto y provinciano, pero portentoso para oír esas arias mágicas de la música universal –como hace unos días ocurrió, de nuevo, con ‘Otello’–, el templo sagrado del flamenco, que ha contemplado desde su reapertura, hace veinte años, la friolera de más de quinientos actuaciones, con los mejores artistas de nuestro viejo arte; el teatro símbolo del duende y de la jondura, del sentimiento; el centro del compás y de la bulería, se nos muere de tisis, como la pobre Violeta. Como se nos fueron Lola, la Paquera, Gades o, hace poco, Agujetas. El coliseo y el escenario que tantos y tantos artistas llenaron con sus voces divinas, con sus lamentos, con sus pies llenos de  poesía, una y otra noche, sin que los ‘doctores’ que rigen la cultura municipal, los responsables de la Fundación, ni siquiera se enteraran que venía tosiendo y vomitando sangre de dolor por los proscenios desde hacía ya varios años.

Un teatro del que surgieron, además de los más grandes genios jerezanos del flamenco, voces como las de nuestro admirado tenor Ismael Jordi, uno de los intérpretes más demandados, ahora mismo en Europa y que, vaya casualidad, en abril va a debutar en el mismísimo Teatro de La Fenice, en Venecia –donde comenzó toda la historia de ‘La Traviata’– su representación número cien en el rol de Alfredo Germont, el amante de canto prodigioso de la dama de las camelias. Todo gracias al Villamarta. 

El mismísimo Duomo de Milán ardería como Troya si alguien osara cerrar a su gran Teatro La Scala y lo mismo pasaría en Barcelona si algo le sucediera, de nuevo, a su querido Liceu. Porque de todos estos teatros públicos, que necesitan de subvención institucional para mantenerse, para subsistir, es de donde emana la verdadera cultura, el arte escénico, la fantasía, que también necesitamos cada uno de  nosotros, para poder sobrevivir, para seguir volando, soñando. 

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