Nunca podremos saber lo que pensarían Antonio Chacón o Manuel Torre sobre el festival del Villamarta que se ya ha enraizado como uno de los mayores eventos de los últimos años. Tampoco tenemos claro que los artistas actuales sepan lo que están formando en medio mundo para deleite de la Wikipedia y los contenidos referidos a estas dos semanas que se podrán leer dentro de un siglo.

Y por supuesto y, gracias a la publicidad y al boca a boca y cómo se vive lejos de nuestra zona todo este mundo paralelo de danza, baile, coreografía, música y cante, es muy difícil cuantificar claramente la importancia real de lo que se podría definir como uno de los mejores congresos mundiales de flamencología salvando las distancias con otras bienales. No hay presidentes ni secretarios, pero sí unos protagonistas de lujo que sacan lo mejor que tienen para derramar sudor y sentimientos en los tablaos.

No es menos cierto que el duende anda por las calles como Mateo por su casa, la gitanería por los arrabales de Santiago, la jondura por San Miguel y la tristeza del quejío por la Albarizuela, y que ordenar y organizar tanto ego es difícil sobre manera, pero cuando Jerez se precia de ser el centro neurálgico por unos días no hace otra cosa que poner las cosas en su sitio recuperando el honor de haber sido el centro del famoso triángulo de lo gitano y lo jondo entre Triana, Ronda y la Bahía.

De ser la amalgama de civilizaciones esclavas, moriscas, gitanas y libertas que ahogaban sus penas cantando con nocturnidad y alevosía hasta que las fatiguitas hicieron que los cafés cantantes se llenaran de voces de terciopelo y de taconeados a modo de latidos de la historia. Por ellos, los que hicieron del flamenco una forma de entender la vida, por los de hoy en día y por los que seguirán, este festival no deja de ser el homenaje antropológico más vivo que nunca.

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