Lo he visto en un anuncio. Dejar de roncar es importantísimo y, para concienciarnos, la publicidad mostraba escalofriantes imágenes de personas entubadas por no haber dormido bien, o de señores sufriendo ataques al corazón por soñar entre rugidos. Incluso podía verse la foto de un accidente de tráfico tremendo que -se deduce- podría haberse evitado si el conductor hubiera dejado de roncar a tiempo.

Nadie va a discutir que los ronquidos tengan una incidencia notable en nuestra salud cardiovascular, en los índices de siniestralidad al volante y, si me apuran, incluso en el precio del barril de crudo (puesto que el mundo sigue globalizado hasta cuando nos ponemos el pijama.) Pero empieza a cansar la manía de meter miedo a todas horas y de quitarnos el sueño hasta cuando lo que tratan, precisamente, es de hacernos dormir.

Desengañémonos. Ni siquiera dejando de roncar los males del mundo acabarían. Como no ganamos para sustos, después de dormir tan ricamente, el nuevo día seguro que nos iba a traer amenazas reforzadas en forma de incendios furibundos, de gases más contaminantes que nunca, con epidemias de gripe inéditas, azúcares añadidos y un poco de colesterol, pero del malo, para que nada falte.

Lo que ocurre es que, por miedosos que seamos, hasta la capacidad de asustarnos puede tocar techo. Cuando en la infancia nos espantaban con castigos eternos por cualquier bobada, con morir fulminados si nos tragábamos un chicle, o con quedarnos ciegos por tocar donde no se debía, llegaba un momento en que las amenazas dejaban de funcionar porque hasta el hombre del saco tiene derecho a descansar de vez en cuando.

El mundo que nos rodea no está inspirado en los cuentos de hadas. En eso estamos de acuerdo. Pero hay algo peor que vivir sin tenerle miedo a nada: vivir con miedo a todo. Por eso, ante un panorama pleno de catástrofes como el que nos pintan, lo mejor será ver menos tele. Y si no, hagamos recuento del apocalipsis que se nos avecina. Dejar de respirar es malo, pero andar por ahí respirando alegremente puede ser peor, porque la atmósfera está hecha un asco. Las desgracias nos acorralan por tierra, mar y aire, pero tampoco hay que darle muchas vueltas: según parece, el mundo se acaba pasado mañana. Salir a la calle es jugarse el pellejo, porque las ciudades están plagadas de criminales, pero huir es peor, porque los aviones se estrellan continuamente. Aunque de poco servirá quedarse en casa, ya que la vida sedentaria es tan peligrosa como el ejercicio excesivo. O como los quesitos en porciones, que llegado el caso pueden ser tan letales como tomar el sol o beber vino acompañando las comidas.

Y como las desgracias nunca vienen solas, los más pesimistas nos alertan sobre un panorama político desolador que se debate entre la opción de regresar a una dictadura fascista y negrera, o la alternativa de un gobierno comunista, también dictatorial, naturalmente, pero tan depravado que acabará con España incluso antes de que acabe el mundo. Y mientras, usted ahí, tan pancho, pensando si pedir otra cerveza. Feliz fin del mundo.

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