Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Es Imposible no haberlas visto. Me refiero a esas imágenes tan simpáticas de un entierro en Ghana que parecía de todo menos un entierro porque el féretro, en vez de dirigirse a paso fúnebre hacia la última morada, lo hacía con ritmo sabrosón, gracias a unos negros que lo cargaban al compás de una charanga tan graciosa que no se sabía si aquella que llevaban a hombros era persona difunta o soltera en su despedida.

Cualquiera podría pensar que a estos africanos les falta un tornillo. Sin embargo, para presenciar ritos funerarios insólitos ya no hace falta viajar. En España también sabemos homenajear a los muertos sin renunciar al espectáculo. O eso han demostrado algunos parlamentarios que, incapaces de defraudar a sus incondicionales incluso en fechas de luto oficial, han preferido seguir con su función circense e imitar a esos payasos tan profesionales que, ni cuando ocurre una tragedia, dejan de tocar la bocina y de lanzarse tartas.

De hecho, a las últimas sesiones del Congreso sólo les han faltado, para rematar, unas azafatas macizas de las que salían en los combates de boxeo anunciando el siguiente asalto. El ambiente allí dentro ha estado tan caldeado que, si no fuera por las banderas a media asta, más de uno habría podido pensar que, en vez de un duelo, lo que se había declarado era una fiesta de moros y cristianos. Por respeto a las víctimas no se han soltado vaquillas ni se están tirando petardos, pero la atmósfera cuartelera que se está respirando en las Cortes, con un intercambio de insultos tan barato que lo raro es que no suban al estrado comiendo chicle, recuerda cualquier cosa excepto un luto oficial (a menos que el concepto de luto que tenga uno contemple la posibilidad de presentarse a dar el pésame con un bate de béisbol.)

Que algunos hayan aprovechado la calma del velatorio para soltar burradas no sorprende a nadie. Pero por mucho que en política esté todo inventado, debemos exigir más de nuestros representantes en las instituciones. El rebuzno entra en los márgenes de la libertad de expresión, pero lo menos que habría que pedir a sus señorías es que amplíen el repertorio para dar ejemplo de locuacidad a los niños que los están viendo. Al diputado común le sobra con manejar un vocabulario de tres o cuatro palabras para ganarse el titular de prensa. Pero mientras se limiten a escupirse insultos como terrorista, fascista y golpista, que han vuelto a ser las estrellas del improperio parlamentario, nuestros líderes más deslenguados van a seguir sin ser un modelo de argumentación.

Con todo, no nos podemos quejar. Para tener un comportamiento inspirado en el de los hooligans, estos diputados indomables no se dan botellazos ni destrozan las sillas. No eructan en público, no mandan a fregar a la presidenta del Congreso y tampoco se bajan los pantalones ante el Rey para enseñarle el culo. Y eso que algunos no serán ni monárquicos.

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