Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Están a la vuelta de la esquina. Por muy lejos que nos parezca que están las calles, todo indica que la mayoría de ellas siguen ahí, justo donde las dejamos hace dos meses. Ya está permitido y, sin embargo, da cierto repeluco volver a pisarlas. Aunque se haga con las mismas precauciones con las que se mete uno en el mar el primer día de verano (o sea, tanteando primero en la orilla con el dedo gordo del pie y luego, muy despacio, probando con el otro a ver si, de helada que está el agua, no sería mejor volverse a meter debajo de la sombrilla), ahora que toca recuperar la vida en la calle, a esa jindama razonable hay que añadir otra. Por el impacto constante de las noticias, si me permiten seguir con el símil playero, las ganas que nos quedan de pegarnos ese baño metafórico en el mar son las mismas que nos quedarían después de ver cincuenta veces seguidas la película "Tiburón".

A mucha gente ya le costaba decidirse cuando, para dar una vuelta, bastaba con ponerse los zapatos y coger las llaves. Pues imagínense ahora que, encima, hay que plantearse cuál es la mascarilla más adecuada para la ocasión, y hay que consultar el reloj, no sea que cojamos la puerta a una hora que está prohibido. Hay que medir distancias, por si acaso el sitio adonde pensábamos acercarnos excede los límites legales. Y hay que repasar el mapa político de España para no cometer un gravísimo error yendo a Lebrija, por ejemplo, desde Jerez, que al pertenecer a otra provincia sería como querer saltar el muro de Berlín colándose entre las viñas.

Que alguien te llame para tomar una copa estos primeros días de libertad vigilada ha dejado de sonar como algo tentador para convertirse en una amenaza monstruosa, de manera que ese amigo que antes te preguntaba con naturalidad qué tal si salimos a tomar algo, en el caso de hacerlo hoy sonaría como si llamase para pedirte que lo acompañes a una fiesta en casa de unos narcotraficantes albaneses donde habrá toneladas de heroína, absenta de garrafón, paté de hígado de funcionario y como postre un surtido de pistolas para jugar a la ruleta rusa. Demasiado para una mañana de domingo.

Pero es normal que haya miedo. Nuestra capacidad de adaptación lo mismo vale para hacer paracaidismo que para imitar, si las circunstancias lo exigen, la vida de un galápago. Por eso, después de semanas viendo el mundo a través de pantallas, afrontarlo tan de sopetón, sin una barandilla por medio y sin que se apague aquello cuando le damos al botón, puede dar tanto vértigo que, una de dos, o aprendemos a quitarnos el susto y retomamos civilizadamente la rutina callejera, o habrá que ir pensando en comprar muchos pares de pantuflas, porque entonces el futuro va a tener forma de sofá, nuestro humor dependerá del canal que hayamos sintonizado y el horizonte estará justo ahí donde alcance el mando de la tele.

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