Ya estaba empezando a impacientarme. Llevamos meses con un nuevo Gobierno y aquí a nadie se le había ocurrido aún cambiar la ley de Educación. ¿Pero dónde se ha visto semejante dejadez? Para mantener esa tradición de hacer reformas en la enseñanza con la misma diligencia con la que se cambia el felpudo de la Moncloa cada vez que se muda allí un nuevo inquilino, ya estaba tardando la actual ministra en anunciar cambios. Pero ha reaccionado a tiempo y pronto estrenaremos ley. Otra para la colección.

A los profanos ese ritmo de reformas les puede parecer frenético, porque no da tiempo de aprenderse el nombre de la última ley para que ya se esté mandando al cubo de la basura. Pero la enseñanza es un proceso dinámico, así que a los sucesivos ministros lo mejor que se les ocurre es improvisar reformas como si no hubiera un mañana.

Parece fácil, pero hay que reconocer la creatividad de los que, sin moverse de sus despachos, son capaces de teledirigir la Educación urdiendo continuas innovaciones, inventando nomenclaturas insólitas, ensayando pedagogías pintorescas o métodos de aprendizaje que hagan compatible la asimilación de conceptos y los juegos malabares.

Se imagina uno esas reuniones de expertos en las que ultimarán los detalles de cada nuevo plan revolucionario en la docencia: ¿y si ponemos como asignatura obligatoria la cocina mediterránea? ¿Y si convertimos el sudoku en materia optativa para bachillerato? ¿Y si en vez de poner las notas con números, evaluamos por competencias, o por corazonadas, o por los colores del arco iris, y así logramos que los maestros no se aburran?

Habrá quien no entienda semejante barullo de leyes cada vez que cambia el Gobierno (porque al fin y al cabo, la fórmula del ácido sulfúrico seguirá siendo la que era y, aplicando las leyes de Newton, las manzanas seguirán cayendo al peso.) Pero no debemos simplificar, porque dos más dos serán cuatro -en Galicia y en Barbate- pero los planes de estudio tendrán que adaptarse porque nunca será igual sumar zamburiñas que sumar taquitos de mojama. ¿O vamos a dar la espalda también al hecho diferencial?

En un país donde es difícil llevar la cuenta de las sensibilidades nacionalistas que caben por metro cuadrado, y donde hay lenguas oficiales para parar un tren, quizás el error esté en aprobar las leyes educativas de una en una. ¿No sería mejor ofrecer un surtido de ellas y que cada cual se sirva al gusto? Una ley, por ejemplo, en la que la religión sea fundamental; otra en la que no importe tanto aprender a leer como saber desarrollar los abdominales; otra en la que no se impartan las matemáticas por ofrecer una visión deshumanizada de la realidad… O mejor aún. En vez de ofrecer un menú, que cada alumno se redacte su propia ley de Educación. ¿O acaso no fomentaría la creatividad empezar a legislar desde pequeños? Si los críos aprendieran ya en la guardería a elaborar sus decretos con plastilina; si se les enseñara a colorear anteproyectos y a derogar recortando una cartulina, otro gallo cantaría.

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