Programación Guía de la Feria de Jerez 2024

Hace unos días, en una clase de tres añitos, un par de inocentes alumnos me dieron una lección de esas que a cualquier persona debe de zarandearla por dentro y cicatrizarla por fuera.

Uno se tropezó con la mesa, el otro se acercó para secarle el llanto y a ambos se les dibujó una sonrisa de felicidad plena.

Fue un instante tierno, empático, humanitario. Un gesto natural y sencillo. Una señal solidaria.

Si esto mismo le hubiera pasado a un par de adultos, muy probablemente el primero hubiera reprimido esas lágrimas de dolor y el segundo se hubiera reservado el consuelo, porque tenemos la creencia que el llorar en público es una señal de debilidad, cuando realmente es nuestra válvula de escape.

Si nos reprimimos el llanto y no derramamos esas lágrimas cuando lo necesitamos, probablemente esa emoción se manifestará de forma más incontrolable.

Y a mí me gusta hacerles caso a mis emociones, y suelo llorar cuando el cuerpo me pide hacerlo, y no me importa que sea en público o en privado.

Lloro de emoción o de rabia. De felicidad o de preocupación. De alegría o de tormento.

Lloro con marchas procesionales que me pellizcan el alma, con sonetos dedicados a la Amargura o cuando recuerdo a mis ángeles de la guarda.

Lloro porque no soy débil, porque no tengo que ocultarme de nada ni de nadie, porque soy una persona de carne y hueso.

A estas alturas de mi vida, no me las guardo y no me las suelo secar. Me gusta esa sensación de liberarme por dentro y de sentir cómo los poros de mi piel se van limpiando y volviendo a su sitio.

Así que, si necesitas llorar, hazlo; y si me ves llorando, no te asustes y tiéndeme tu mirada.

Recuerda, un océano que te ahoga por dentro puedes liberarlo con la llave de una simple lágrima.

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