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Cuarto de Muestras

Temor y temblor

Se alivia el lamento con antidepresivos, ese medio luto que consuela a la sociedad moderna

Les aviso, me voy a poner estupenda. Entonaré aquello tan surrealista y mentiroso que hicieron célebre Faemino y Cansado de “Qué va, qué va, qué va, yo leo a Kierkegaard”. Recurriré a la angustia vital y a los amores rotos que son el fundamento de su filosofía y de la de cualquiera. Sin pasión, sin coraje, sin deseo, sin fe, no podemos hacer nada. Nada en política, nada en religión, nada en el amor, nada en el arte, nada en la vida. Nada de nada.

Sin embargo, las enseñanzas de Kierkegaard no han calado. Quizás porque casi todos tenemos pendiente su lectura, sólo lo conocemos de oídas o ni eso. Si se conociera de verdad no habría una visión tan superficial, infantil y romántica de las cosas. No se llamaría amor a dos famosos que se pelean a través de canciones ni política a la ordinariez y a no saber decir sí o no en una votación ni arte a una boutade ni creencia a una superstición. Hoy se premia al modo de los románticos suicidas, al desengaño y la crítica, al rechazo y el escepticismo. La grandilocuencia de lo pequeño, el cinismo, la apariencia, los sentimentalismos estériles, la nostalgia de los paraísos perdidos, son los remos con que se mueve el mundo. Se alivia el lamento con antidepresivos, ese medio luto que consuela a la sociedad moderna. Qué gusto da la queja, qué cómoda resulta la pena anestesiada, qué grácil la indolencia.

Pero no tiene sentido insistir en la puerilidad de todas estas cosas feas si no ponemos el corazón para cambiarlas. Cuando vienen mal dadas, de poco sirve regodearnos en el dolor como los pobres románticos. El corazón en Kierkegaard y en cualquiera de nosotros es frágil y vulnerable, de ahí su grandeza, lo que nos puede hacer humildes y profundos, únicos. No es casual que la biógrafa Clare Carlisle llamara al danés, el filósofo del corazón.

Consideraba nuestro pensador que el mal de su época eran la soberbia y un exceso de crítica que sólo generaba falsas certezas, pero cómodas. ¿Les suena? Cuánta soberbia, cuánta crítica, cuántas falsas certezas escuchamos a diario. Kierkegaard, con fama de atormentado e individualista, defendió que uno no debía de autoengañarse.

Sí, vivimos en un mundo desencantado. Un mundo sin corazón, pero sentimentaloide. Un mundo infantilizado que mira con temor a la verdad. No sé si la fe es la máxima pasión del hombre, pero con ella teníamos menos miedo. La sociedad actual ha decidido sedarse, cerrar los ojos.

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