Me dejó planchado. El otro día me abordó una turista por las calles de Ronda y, comoquiera que su dominio del castellano era el que cabe esperar de una extranjera recién aterrizada, hice el intento de entenderme con ella en inglés, pero me cortó en seco. La sorpresa me la llevé cuando, al insistirme en que le podía hablar en cualquier idioma, pero que en inglés ni se me pasara por la cabeza, ya le pregunté yo que de dónde demonios venía. Al decirme que era irlandesa -y que por eso no le daba la gana de hablar en inglés- le señalé con el dedo la oficina de turismo, a ver si allí tenía más suerte y la atendían en gaélico.

No es la primera vez que me pasa. Hace años, en una librería de Bilbao, me quedé con las ganas de comprar porque los dependientes atendían con toda la amabilidad del mundo en cualquier idioma, pero si se les hablaba en castellano, que es lo que hago yo normalmente, te miraban igual que si hubieras irrumpido en el local con un tricornio, pistola en mano, y gritando que se echara al suelo todo el mundo.

A primera vista da la impresión de que las lenguas se inventaron para que, al ponerles nombres a las cosas, nos pudiéramos entender sin tener que andar señalándolas con el dedo. Pero como todas las herramientas, también las lenguas tienen sus inconvenientes. Igual que pasa con los rodillos de amasar (que se diseñaron con fines más bien culinarios y luego han degenerado en cachiporras), un idioma tiene la particularidad de servir para comunicarse con los que tienen la suerte de hablarlo, pero también para dejar con un palmo de narices a las personas que no lo dominan.

Esa y no otra es la razón por la cual en el mundo, en vez de hablar todos el mismo, que sería de gran provecho, se hablan algo así como siete mil idiomas distintos.

Los nacionalistas son expertos en la materia. En su búsqueda ardorosa de un hecho diferencial que les desmarque de los pueblos vecinos, han reivindicado grupos sanguíneos propios, deportes autóctonos y hasta bailes saltarines de indudable sabor comarcal. Pero el hecho diferencial por excelencia consiste en tener idioma propio, que de todas las señas de identidad que se pueden lucir es la que convierte a sus privilegiados hablantes en habitantes del Pueblo Elegido.

En ese aspecto los andaluces tenemos mucho que aprender porque, a falta de un idioma propio, podemos ir a Burgos, pedir una morcilla y que nos comprendan perfectamente. Y eso no es lo peor. Tendremos nuestros bailes y nuestros trajes típicos pero, a la hora de hablar, no es que nos entiendan ya los de Burgos. Es que una venezolana de pura cepa, un mariachi harto de mezcal y hasta un granjero paraguayo sin estudios serían capaces de entablar conversación con nosotros sin necesidad de intérpretes. Y sin tener que señalar con el dedo, como tuve yo que hacer con aquella turista esquinada que se me cruzó en Ronda. Una verdadera pena.

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