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Arte

El viaje del pintor Paco Cantero de Lopera a Sevilla

  • Una exposición en su pueblo natal recuerda su interés en un realismo idealizado y en los personajes anónimos

Una imagen de la exposición.

Una imagen de la exposición. / Juan Carlos Cantero

Los cuadros de Paco Cantero (1927-2015) siempre fueron un viaje en el tiempo a una Andalucía interior de paredes encaladas con un fondo de olivar, pero la retrospectiva que se celebra en su pueblo, Lopera (Jaén), refleja también el viaje geográfico que ocupó su vida y que acabó en Sevilla, cuando plasmó la Maestranza y sus alrededores en sus lienzos.

La luz desmesurada de Sevilla y de Lopera es el único punto en común de estos cuadros, además del inequívoco estilo de Cantero, marcado por un realismo idealizado, casi onírico, y una ingenuidad que, de no ser por una personalidad tan acentuada como la suya, por un carácter tan propio, lindaría con el naif.

Los perfiles de la Plaza de Toros de Sevilla, los reflejos del Postigo del Aceite, las vistas desde el monumento a Belmonte en la orilla de Triana y el movimiento de luces y trapos en torno a la sangre roja de un cogida en la Maestranza son algunos de los temas de Paco Cantero quien, salvo este paréntesis sevillano dedicado a la ciudad en la que pasó sus últimos años de vida, consagró toda su creación artística a la evocación de su pueblo en la época de su infancia y juventud.

La pareja de las hermanas de la Cruz -las monjitas- son uno de los motivos más recurrentes de sus cuadros, pero nunca como protagonistas, siempre en un segundo o tercer plano, allí alejadas, pequeñas, como una silueta gemela y benefactora que dejaba constancia de que Lopera fue uno de los pueblos que contó con convento de las Hermanas de la Cruz, un edificio que también fue colegio de niñas.

Los protagonistas de los lienzos de Cantero son personajes anónimos, como si hubiera tenido la aspiración de retratar en ellos el alma del pueblo mismo, desde las mujeres con delantal que aprovechan los primeros días de primavera para encalar sus casas, las ermitas que recogen la religiosidad popular, una de las capillas de la iglesia atribuida a Vandelvira o una Semana Santa en la que no se ven pasos ni bandas de música, si acaso una breve fila de nazarenos, entrevista por una esquina alejada hacía la que se dirige una niña que lleva de la mano a su hermana más pequeña todavía.

Si no preciosista, Cantero fue minucioso, sobre todo en los empedrados de las calles, en los que podría estar oculta la ambición de haber retratado cada canto rodado, y en los infinitos olivares que perfilan cada tejado, cuyas tejas también podrían contarse una a una, o en los desconchones de los caserones que parecían anunciar el éxodo del campo a la ciudad.

Pese a sus dotes, construidas con el pulso de la vocación a base de una labor autodidacta, Cantero nunca se quiso pintor profesional y en no pocas ocasiones desoyó ofertas para exponer en galerías de Madrid -sólo transigió mostrar sus cuadros en la madrileña galería Toisón en 1986, de la mano de su amigo el periodista y editor Juan Barberán-, con lo que terminó siendo un pintor casi secreto, como si él mismo considerara que el público de su obra debían de ser los personajes de sus cuadros y el marco de sus creaciones la tercia medieval donde ahora se muestran, junto al Castillo de Lopera.

La exposición está integrada por casi cuarenta lienzos que han conservado sus hijos -Josefina, Juan Carlos y Conchi-, principalmente de su últimos años pero también algunos de su juventud, cuando se ejercitaba con bodegones y otros ejercicios de aire académico, como la panorámica de una de las galerías de la iglesia parroquial de Lopera enmarcando el luto de una mujer tocada con mantilla y rezando en un reclinatorio, en un lienzo que con el sutil juego de luces propio de un templo románico muestra el silencio y el recogimiento de una oración antigua.

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