7 Pecados Capitales de la Feria

Hijos de la ira

SI ha conseguido usted llegar hasta el viernes de feria sin pillarse todavía un rebote de los gordos, vaya encargando que le tomen las medidas, porque se merece una estatua. (Una estatua ecuestre, como es natural.) Y es que, por aquello del equilibrio universal, motivos para cabrearse en una feria suele haber tantos como motivos para divertirse de lo lindo.

Las colas de los baños son muy socorridas para hacer amistades (o lo que surja.) Pero gracias a su creciente tamaño (que según se acerca el fin de semana, de lo largas que son, ya toca medirlas en millas náuticas) también aumentan considerablemente los niveles de cabreo entre sus desesperados usuarios.

Después está el ensordecedor volumen de la música. Como si no fuera suficiente perpetrar esa selección de melodías que me hacen en casi todas las casetas, y que suele consistir en cancioncillas atroces compuestas por gente desalmada, el sadismo se recrudece cuando el ruido de los altavoces parece que va a anunciar la llegada del Apocalipsis según san Juan.

De las proporciones ridículas en las que se administra el fino para hacer rebujito, casi mejor no hablar, porque podrían poner furioso al propio dalái lama en caso de que viniera el sábado a marcarse un bailecito antes de ir a los toros. Hay casetas donde son tan rácanos aliñando la jarra que, para notar un mínimo achispamiento espiritual, habrá que pedir entre quince y veinte litros de este dichoso invento de la fullería coctelera. Así que no conviene echar las cuentas, porque del mosqueo que se puede uno agarrar verificando que es más barato alegrarse el ánimo a base de ostras y Moet Chandon que hacerlo con rebujito, el albero podría temblar más de lo que ya tiembla por el fragor de las sevillanas.

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